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06/12/2018

La vida es espera!

Opinión
Rainiero Cantalamessa
El otoño es el tiempo ideal para meditar sobre los temas humanos. Tenemos ante nosotros el espectáculo anual de las hojas que caen de los árboles. Desde siempre se ha visto en él una imagen del destino humano. Una generación viene, una generación se va...

¿Pero es de verdad éste nuestro destino final? ¿Más mísero que el de los árboles? El árbol, después del deshoje, en primavera vuelve a florecer; el hombre en cambio, una vez que ha caído en tierra, ya no ve al luz. Al menos, no la luz de este mundo... Las lecturas del domingo nos ayudan a dar una respuesta a la que es la más angustiosa y la más humana de las cuestiones.

Recuerdo haber visto de niño, en una película o en un tebeo de aventuras, una escena que se me quedó fijada para siempre. Es por la noche y se ha caído un puente del ferrocarril; un tren, ignorante, llega a toda velocidad; el guardavías se pone entre éstas gritando: «¡Detente! ¡Detente!», agitando una linterna para señalar el peligro; pero el maquinista está distraído y no lo ve, y avanza arrastrando el tren al río... No querría cargar las tintas, pero me parece una imagen de nuestra sociedad, que avanza frenéticamente al ritmo de rock‘n roll, desatendiendo todas las señales de alarma que provienen no sólo de la Iglesia, sino de muchas personas que sienten la responsabilidad del futuro...

Con el primer domingo de Adviento comienza un nuevo año litúrgico. El Evangelio que nos acompañará en el curso de este año, ciclo C, es el de Lucas. La Iglesia acoge la ocasión de estos momentos fuertes, de paso, de un año al otro, de una estación a otra, para invitarnos a detenernos un instante, a observar nuestro rumbo, a plantearnos las preguntas que cuentan: «¿Quiénes somos? ¿De dónde venimos? Y sobre todo, ¿adónde vamos?».

En las lecturas de la Misa dominical, todos los verbos están en futuro. En la primera lectura escuchamos estas palabras de Jeremías: «Mirad que días vienen –oráculo del Señor– en que confirmaré la buena palabra que dije a la casa de Israel y a la casa de Judá. En aquellos días y en aquella sazón haré brotar para David un Germen justo...».

A esta espera, realizada con la venida del Mesías, el pasaje evangélico le da un horizonte o contenido nuevo, que es el retorno glorioso de Cristo al final de los tiempos. «Las fuerzas de los cielos serán sacudidas. Y entonces verán venir al Hijo del hombre en una nube con gran poder y gloria».

Son tonos e imágenes apocalípticas, de catástrofe. Sin embargo se trata de un mensaje de consuelo y de esperanza. Nos dicen que no estamos caminando hacia un vacío y un silencio eternos, sino hacia un encuentro, el encuentro con Aquel que nos ha creado y que nos ama más que un padre y una madre. En otro lugar el propio Apocalipsis describe este evento final de la historia como una entrada al banquete nupcial. Basta con recordar la parábola de las diez vírgenes que entran con el esposo en la sala nupcial, o la imagen de Dios que, en el umbral de la otra vida, nos espera para enjugar la última lágrima que penda de nuestros ojos.

Desde el punto de vista cristiano, toda la historia humana es una larga espera. Antes de Cristo se esperaba su venida; después de Él se espera su retorno glorioso al final de los tiempos. Precisamente por esto el tiempo de Adviento tiene algo muy importante que decirnos para nuestra vida. Un gran autor español, Calderón de la Barca, escribió un célebre drama titulado La vida es sueño. Con igual verdad se debe decir: ¡la vida es espera! Es interesante que éste sea justamente el tema de una de las obras teatrales más famosas de nuestro tiempo: Esperando a Godot, de Samuel Beckett...

Cuando una mujer está embarazada se dice que «espera» un niño; los despachos de personas importantes tienen «sala de espera». Pensándolo bien, la vida misma es una sala de espera. Nos impacientamos cuando estamos obligados a esperar una visita o una experiencia. Pero ¡ay si dejáramos de esperar algo! Una persona que ya no espera nada de la vida está muerta. La vida es espera, pero es también cierto lo contrario: ¡la espera es vida!

¿Qué diferencia la espera del creyente de cualquier otra espera, por ejemplo, de la espera de los dos personas que aguardan a Godot? Ahí se espera a un misterioso personaje (que después, según algunos, sería precisamente Dios, God, en inglés), pero sin certeza alguna de que llegue de verdad. Debía acudir por la mañana, envía a decir que irá por la tarde; en ese momento dice que no puede ir, pero que lo hará con seguridad por la noche, y por la noche que tal vez irá a la mañana siguiente... Y los dos pobrecillos están condenados a esperarle; no tienen alternativa.

No es así para el cristiano. Éste espera a uno que ya ha venido y que camina a su lado. Por esto, después del primer domingo de Adviento, en el que se presenta el retorno final de Cristo, en los domingos sucesivos escucharemos a Juan Bautista que nos habla de su presencia en medio de nosotros: «¡En medio de vosotros -dice- hay uno a quien no conocéis!». Jesús está presente en medio de nosotros no sólo en la Eucaristía, en la palabra, en los pobres, en la Iglesia... sino que, por gracia, vive en nuestros corazones y el creyente lo experimenta.

La del cristiano no es una espera vacía, un dejar pasar el tiempo. En el Evangelio del domingo Jesús dice también cómo debe ser la espera de los discípulos, cómo deben comportarse entretanto, a fin de no verse sorprendidos: «Guardaos de que no se hagan pesados vuestros corazones por el libertinaje, por la embriaguez y por las preocupaciones de la vida... Estad en vela, pues, orando en todo tiempo...».

Pero de estos deberes morales tendremos ocasión de hablar en otros momentos. Termino con un recuerdo cinematográfico. Hay dos grandes historias de iceberg llevadas a la gran pantalla. Una es la del Titanic, que conocemos bien..., la otra la relata la película de Kevin Kostner Rapa Nui, de hace algunos años. Una leyenda de la isla de Pascua, situada en el Océano Pacífico, dice que el iceberg es en realidad una nave que cada ciertos años o siglos pasa junto a la isla para permitir al rey o al héroe del lugar encaramarse a ella e ir hacia el reino de la inmortalidad.

Existe un iceberg en la ruta de cada uno de nosotros, la hermana muerte. Podemos fingir que no lo vemos o no pensar en ello como la gente despreocupada que, en el Titanic, estaba de fiesta esa noche, o podemos estar preparados para subirnos y dejarnos conducir hacia el reino de los santos. El tiempo de Adviento debería servir también para esto..



por Raniero Cantalamessa




01 diciembre 2018

Confr: Jeremías 33 14-16; 1 Tesalonicenses 3, 12-4,2; Lucas 21, 25-28.34-36

Tempos diários de oração


Se desejas deveras ser alma penitente – penitente e alegre –, deves defender, acima de tudo, os teus tempos diários de oração, de oração íntima, generosa, prolongada, e hás-de procurar que esses tempos não sejam ao acaso, mas a hora fixa, sempre que te for possível. Sê escravo deste culto quotidiano a Deus, e garanto-te que te sentirás constantemente alegre. (Sulco, 994)

Como anda a tua vida de oração? Não sentes às vezes, durante o dia, desejos de falar mais devagar com Ele? Não Lhe dizes: logo vou contar-te isto e aquilo; logo vou conversar sobre isso contigo?
Nos momentos dedicados expressamente a esse colóquio com o Senhor o coração expande-se, a vontade fortalece-se, a inteligência – ajudada pela graça – enche a realidade humana com a realidade sobrenatural. E, como fruto, sairão sempre propósitos claros, práticos, de melhorares a tua conduta, de tratares delicadamente, com caridade, todos os homens, de te empenhares a fundo – com o empenho dos bons desportistas – nesta luta cristã de amor e de paz.
A oração torna-se contínua como o bater do coração, como as pulsações. Sem essa presença de Deus não há vida contemplativa. E sem vida contemplativa de pouco vale trabalhar por Cristo, porque em vão se esforçam os que constroem se Deus não sustenta a casa.
Para se santificar, o cristão corrente – que não é um religioso e não se afasta do mundo, porque o mundo é o lugar do seu encontro com Cristo – não precisa de hábito externo nem sinais distintivos. Os seus sinais são internos: a constante presença de Deus e o espírito de mortificação. Na realidade, são uma só coisa, porque a mortificação é apenas a oração dos sentidos. (Cristo que passa, nn. 8–9)

Leitura espiritual

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LA FE EXPLICADA 



CAPÍTULO VIII 




LA REDENCIÓN


 ¿Cómo termina? La ambición de los dictadores rusos de ahora es conquistar el mundo, lo que han empezado con buen pie, según puede atestiguar una docena de pueblos esclavizados.

Hace dos mil años los emperadores romanos consiguieron lo que los rusos de ahora querrían conseguir. De hecho, los ejércitos de Roma habían conquistado el mundo entero, un mundo mucho más reducido del que conocemos en nuestro tiempo. Comprendía los países conocidos del sur de Europa, norte de Africa y occidente de Asia. El resto del globo estaba aún por explorar.

Roma tenía la mano menos pesada con sus países satélites que la Rusia de hoy con los suyos. Mientras se portaran bien y pagaran sus impuestos a Roma, se les molestaba más bien poco. Una guarnición de soldados romanos se destacaba a cada país, en el que había un procónsul o gobernador para mantener un ojo en las cosas. Pero, fuera de esto, se permitía a las naciones retener su propio gobierno local y seguir sus propias leyes y costumbres.

Esta era la situación de Palestina en tiempos de Nuestro Señor Jesucristo. Roma era el jefe supremo, pero los judíos tenían su propio rey, Herodes, y eran gobernados por su propio parlamento o consejo, llamado Sanedrín. No había partidos políticos como los conocemos hoy, pero sí algo muy parecido a nuestra «máquina política» moderna. Esta máquina política se componía de los sacerdotes judíos, para quienes política y religión eran lo mismo; los fariseos, que eran los «de sangre azul» de su tiempo, y los escribas, que eran los leguleyos. Con ciertas excepciones, la mayoría de estos hombres pertenecían al tipo de los que hoy llamamos «políticos aprovechados». Tenían unos empleos cómodos y agradables, llenándose los bolsillos a cuenta del pueblo, al que oprimían de mil maneras.

Así estaban las cosas en Judea y Galilea cuando Jesús recorría sus caminos y senderos predicando el mensaje de amor de Dios al hombre, y de la esperanza del hombre en Dios.

Mientras obraba sus milagros y hablaba del reino de Dios que había venido a establecer, muchos de sus oyentes, tomando sus palabras literalmente, pensaban en términos de un reino político en vez de espiritual. Aquí y allí hablaban de hacer a Jesús su rey, un rey que sometería al Sanedrín y expulsaría a los odiados romanos.

Todo esto llegó al conocimiento de los sacerdotes, escribas y fariseos, y estos hombres corrompidos empezaron a temer que el pueblo pudiera arrebatarles sus cómodos y provechosos puestos. Este temor se volvió odio exacerbado cuando Jesús condenó públicamente su avaricia, su hipocresía y la dureza de su corazón. Concertaron el modo de hacer callar a ese Jesús de Nazaret que les quitaba la tranquilidad. Varias veces enviaron sicarios para matar a Jesús apedreándole o arrojándole a un precipicio. Pero en cada ocasión Jesús (al que no había llegado aún su hora) se zafó fácilmente del cerco de los que pretendían asesinarle. Finalmente, empezaron a buscar un traidor, alguien lo bastante íntimo de Jesús para que se lo entregara sin que hubiera fallos, un hombre cuya lealtad pudieran comprar.

Judas Iscariote era este hombre y, desgraciadamente para Judas, esta vez había llegado la hora de Jesús, estaba a punto de morir. Su tarea de revelar las verdades divinas a los hombres estaba terminada y había acabado la preparación de sus Apóstoles. Ahora aguardaba la llegada de Judas postrado en su propio sudor de sangre. Un sudor que el conocimiento divino de la agonía que le esperaba arrancaba a su organismo físico angustiado.

Pero más que la presciencia de su Pasión, la angustia que le hacía sudar sangre era producida por el conocimiento de que, para muchos, esa sangre sería derramada en vano. En Getsemaní se concedió a su naturaleza humana probar y conocer, como sólo Dios puede, la infinita maldad del pecado y todo su tremendo horror.

Judas vino, y los enemigos de Jesús lo llevaron a un juicio que iba a ser una burla de la justicia. La sentencia de muerte había sido ya acordada por el Sanedrín, antes incluso de declarar unos testigos sobornados y contradictorios. La acusación era bien simple: Jesús se proclamaba Dios, y esto era una blasfemia. Y como la blasfemia se castigaba con la muerte, a la muerte debía ir. De aquí se le conduciría a Poncio Pilatos, el gobernador romano, quien debía confirmar la sentencia, ya que no se permitía a las naciones subyugadas dictar una sentencia capital. Sólo Roma podía quitar la vida a un hombre.

Cuando Pilatos se opuso a condenar a muerte a Jesús, los jefes judíos amenazaron al gobernador con crearle dificultades, denunciándole a Roma por incompetente. El débil Pilatos sucumbió al chantaje, tras unos vanos esfuerzos por aplacar la sed de sangre del populacho, permitiendo que azotaran a Jesús brutalmente y le coronaran de espinas. Meditamos estos acontecimientos al recitar los Misterios Dolorosos del Rosario, o al hacer el Vía Crucis. También meditamos lo ocurrido al mediodía siguiente, cuando resonó en el Calvario el golpear de martillos, y el torturado Jesús pendió durante tres horas de la Cruz, muriendo finalmente para que nosotros pudiéramos vivir, ese Viernes que llamamos Santo.

Hasta que Jesús murió en la Cruz, pagando por los pecados de los hombres, ningún alma podía entrar en el cielo, nadie podía ver a Dios cara a cara. Y, sin embargo, habían existido con seguridad muchos hombres y mujeres que habían creído en Dios y en su misericordia y guardado sus leyes. Como estas almas no habían merecido el infierno, existían (hasta la Crucifixión) en un estado de felicidad puramente natural, sin visión directa de Dios. Eran muy felices, pero con la felicidad que nosotros podríamos alcanzar en la tierra si todo nos fuera perfectamente.

El estado de felicidad natural en que esas almas aguardaban la completa revelación de la gloria divina se llama limbo. A estas almas se apareció Jesús mientras su cuerpo yacía en la tumba, para anunciarles la buena nueva de su redención, para, podríamos decir, acompañarles y presentarles personalmente a Dios Padre como sus primicias.

A esto nos referimos cuando en el Credo recitamos que Jesús «descendió a los infiernos». Hoy día la palabra «infierno» se usa exclusivamente para designar el lugar de los condenados, de aquellos que han perdido a Dios por toda la eternidad. Pero, antiguamente, la palabra «infierno» traducía el vocablo latino inferus, que significa «regiones inferiores» o, simplemente, «el lugar de los muertos».

Como la muerte de Jesús fue real, fue su alma la que apareció en el limbo; su cuerpo inerte, del que el alma se había separado, yacía en el sepulcro. Durante todo este tiempo, sin embargo, su Persona divina permanecía unida tanto al alma como al cuerpo, dispuesta a reunirlos de nuevo al tercer día.

Según había prometido, Jesús resucitó de entre los muertos al tercer día. Había prometido también que volvería a la vida por su propio poder, y no por el de otro. Con este milagro daría la prueba indiscutible y concluyente de que, según afirmaba, era Dios.

El relato de la Resurrección, acontecimiento que celebramos el Domingo de Resurrección, nos es demasiado conocido para tener que-repetirlo aquí. La ciega obstinación de los jefes judíos pensaba derrotar los planes de Dios colocando una guardia junto al sepulcro, manteniendo así el cuerpo de Jesús encerrado y seguro. Pero conocemos el estupor de los guardas esa madrugada y el rodar de la piedra que guardaba la entrada del sepulcro cuando Jesús salió.

Jesús resucitó de entre los muertos con un cuerpo glorificado, igual que será el nuestro después de nuestra resurrección. Era un cuerpo «espiritualizado», libre de las limitaciones que impone el mundo físico. Era (y es) un cuerpo que no puede sufrir o morir; un cuerpo que irradiaba la claridad y belleza de un alma unida a Dios; un cuerpo al que la materia no podía interceptar, pudiendo pasar a través de un sólido muro como si no existiese; un cuerpo que no necesita trasladarse por pasos laboriosos, sino que puede cambiar de lugar a lugar con la velocidad del pensamiento; un cuerpo libre de necesidades orgánicas como comer, beber o dormir.

Jesús, al resucitar de entre los muertos, no ascendió inmediatamente al cielo, como habríamos supuesto. Si lo hubiera hecho así, los escépticos que no creían en su Resurrección (y que aún están entre nosotros) habrían resultado más difíciles de convencer. Fue en parte por este motivo que Jesús decidió permanecer cuarenta días en la tierra. Durante este tiempo se apareció a María Magdalena, a los discípulos camino de Emaús y, varias veces, a sus Apóstoles. Pero podemos asegurar que habría más apariciones de Nuestro Señor que las mencionadas en los Evangelios: a individuos (a su Santísima Madre, ciertamente) y a multitudes (San Pablo menciona una de éstas, en la que había más de quinientas personas presentes). Nadie podrá preguntar nunca con sinceridad: «¿Cómo sabemos que resucitó? ¿Quién le vio?».

Además de probar su resurrección, Jesús tenía otro fin que cumplir en esos cuarenta días: completar la preparación y misión de sus doce Apóstoles. En la Ultima Cena, la noche del Jueves Santo, los había ordenado sacerdotes. Ahora, la noche del Domingo de Pascua, complementa su sacerdocio dándoles el poder de perdonar los pecados. Cuando se les aparece en otra ocasión, cumple la promesa hecha a Pedro, y le hace cabeza de su Iglesia. Les explica el Espíritu Santo, que será el Espíritu dador de vida de su Iglesia.

Les instruye dándoles las líneas generales de su ministerio. Y, finalmente, en el monte Olivete, el día que conmemoramos el Jueves de la Ascensión, da a sus Apóstoles el mandato final de ir a predicar al mundo entero; les da su última bendición y asciende al cielo.

Allí «está sentado a la diestra de Dios Padre». Siendo El mismo Dios, es igual al Padre en todo; como hombre está más cerca de Dios que todos los santos por su unión con Dios Padre, con autoridad suprema como Rey de todas las criaturas. Como los rayos de luz convergen en una lente, así toda la creación converge en El, es suya, desde que asumió como propia nuestra naturaleza humana. Por medio de su Iglesia rige todos los asuntos espirituales; e incluso en materias puramente civiles o temporales, su voluntad y su ley son lo primero. Y su título de regidor supremo de los hombres está doblemente ganado al haberlos redimido y rescatado con su preciosa Sangre.

Desde su ascensión al Padre, la siguiente vez en que aparecerá a la humanidad su Rey Resucitado será el día del fin del mundo. Vino una vez en el desamparo de Belén; al final de los tiempos vendrá en gloriosa majestad para juzgar al mundo que su Padre le dio y que El mismo compró a tan magno precio. «¡Vendrá a juzgar a los vivos y a los muertos!»

Leo G. Terese

(Cont)

Evangelho e comentário


Tempo do ADVENTO

Evangelho: Mt 7, 21. 24-27

21 «Nem todo o que me diz: ‘Senhor, Senhor’ entrará no Reino do Céu, mas sim aquele que faz a vontade de meu Pai que está no Céu.
24 «Todo aquele que escuta estas minhas palavras e as põe em prática é como o homem prudente que edificou a sua casa sobre a rocha. 25 Caiu a chuva, engrossaram os rios, sopraram os ventos contra aquela casa; mas não caiu, porque estava fundada sobre a rocha. 26 Porém, todo aquele que escuta estas minhas palavras e não as põe em prática poderá comparar-se ao insensato que edificou a sua casa sobre a areia. 27 Caiu a chuva, engrossaram os rios, sopraram os ventos contra aquela casa; ela desmoronou-se, e grande foi a sua ruína.»

Comentário:

Tentar enganar Deus é exactamente o que neste trecho se trata.
A falsa piedade, as orações sem nexo ou sem sentido profundo, enfim, o que não nasce do coração, do âmago da alma não tem qualquer valor e, bem ao contrário, é “fazer pouco” do Senhor.

Mas… isto existe?
Sim, infelizmente e é mais comum e frequente que o que possamos julgar.
Não falta quem se atreva a invocar o nome de Deus – jurar até – a propósito seja do que for, quem se intitule mestre de algo que não conhece, se dedique a espelhar conceitos e opiniões próprias como se fossem doutrina credível e correcta.

Porquê?

Não esqueçamos que o demónio é o pai da mentira e usa todos os argumentos para se insinuar no espírito sobretudo dos mais débeis, levando-os a acreditar em falsas verdades, em obras humanas como se fossem de Deus.


(AMA, comentário sobre Mt 21, 24-27, 07.12.2017)



Temas para meditar e reflectir

Jesus Cristo



Porque Jesus, humilde, não quis fazer nada por ostentação.



(TeofilatoEnarratio in Evangelium Marci)

Pequena agenda do cristão

Quinta-Feira



(Coisas muito simples, curtas, objectivas)



Propósito:
Participar na Santa Missa.


Senhor, vendo-me tal como sou, nada, absolutamente, tenho esta percepção da grandeza que me está reservada dentro de momentos: Receber o Corpo, o Sangue, a Alma e a Divindade do Rei e Senhor do Universo.
O meu coração palpita de alegria, confiança e amor. Alegria por ser convidado, confiança em que saberei esforçar-me por merecer o convite e amor sem limites pela caridade que me fazes. Aqui me tens, tal como sou e não como gostaria e deveria ser.
Não sou digno, não sou digno, não sou digno! Sei porém, que a uma palavra Tua a minha dignidade de filho e irmão me dará o direito a receber-te tal como Tu mesmo quiseste que fosse. Aqui me tens, Senhor. Convidaste-me e eu vim.


Lembrar-me:
Comunhões espirituais.


Senhor, eu quisera receber-vos com aquela pureza, humildade e devoção com que Vos recebeu Vossa Santíssima Mãe, com o espírito e fervor dos Santos.

Pequeno exame:

Cumpri o propósito que me propus ontem?