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06/12/2018

Leitura espiritual

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LA FE EXPLICADA 



CAPÍTULO VIII 




LA REDENCIÓN


 ¿Cómo termina? La ambición de los dictadores rusos de ahora es conquistar el mundo, lo que han empezado con buen pie, según puede atestiguar una docena de pueblos esclavizados.

Hace dos mil años los emperadores romanos consiguieron lo que los rusos de ahora querrían conseguir. De hecho, los ejércitos de Roma habían conquistado el mundo entero, un mundo mucho más reducido del que conocemos en nuestro tiempo. Comprendía los países conocidos del sur de Europa, norte de Africa y occidente de Asia. El resto del globo estaba aún por explorar.

Roma tenía la mano menos pesada con sus países satélites que la Rusia de hoy con los suyos. Mientras se portaran bien y pagaran sus impuestos a Roma, se les molestaba más bien poco. Una guarnición de soldados romanos se destacaba a cada país, en el que había un procónsul o gobernador para mantener un ojo en las cosas. Pero, fuera de esto, se permitía a las naciones retener su propio gobierno local y seguir sus propias leyes y costumbres.

Esta era la situación de Palestina en tiempos de Nuestro Señor Jesucristo. Roma era el jefe supremo, pero los judíos tenían su propio rey, Herodes, y eran gobernados por su propio parlamento o consejo, llamado Sanedrín. No había partidos políticos como los conocemos hoy, pero sí algo muy parecido a nuestra «máquina política» moderna. Esta máquina política se componía de los sacerdotes judíos, para quienes política y religión eran lo mismo; los fariseos, que eran los «de sangre azul» de su tiempo, y los escribas, que eran los leguleyos. Con ciertas excepciones, la mayoría de estos hombres pertenecían al tipo de los que hoy llamamos «políticos aprovechados». Tenían unos empleos cómodos y agradables, llenándose los bolsillos a cuenta del pueblo, al que oprimían de mil maneras.

Así estaban las cosas en Judea y Galilea cuando Jesús recorría sus caminos y senderos predicando el mensaje de amor de Dios al hombre, y de la esperanza del hombre en Dios.

Mientras obraba sus milagros y hablaba del reino de Dios que había venido a establecer, muchos de sus oyentes, tomando sus palabras literalmente, pensaban en términos de un reino político en vez de espiritual. Aquí y allí hablaban de hacer a Jesús su rey, un rey que sometería al Sanedrín y expulsaría a los odiados romanos.

Todo esto llegó al conocimiento de los sacerdotes, escribas y fariseos, y estos hombres corrompidos empezaron a temer que el pueblo pudiera arrebatarles sus cómodos y provechosos puestos. Este temor se volvió odio exacerbado cuando Jesús condenó públicamente su avaricia, su hipocresía y la dureza de su corazón. Concertaron el modo de hacer callar a ese Jesús de Nazaret que les quitaba la tranquilidad. Varias veces enviaron sicarios para matar a Jesús apedreándole o arrojándole a un precipicio. Pero en cada ocasión Jesús (al que no había llegado aún su hora) se zafó fácilmente del cerco de los que pretendían asesinarle. Finalmente, empezaron a buscar un traidor, alguien lo bastante íntimo de Jesús para que se lo entregara sin que hubiera fallos, un hombre cuya lealtad pudieran comprar.

Judas Iscariote era este hombre y, desgraciadamente para Judas, esta vez había llegado la hora de Jesús, estaba a punto de morir. Su tarea de revelar las verdades divinas a los hombres estaba terminada y había acabado la preparación de sus Apóstoles. Ahora aguardaba la llegada de Judas postrado en su propio sudor de sangre. Un sudor que el conocimiento divino de la agonía que le esperaba arrancaba a su organismo físico angustiado.

Pero más que la presciencia de su Pasión, la angustia que le hacía sudar sangre era producida por el conocimiento de que, para muchos, esa sangre sería derramada en vano. En Getsemaní se concedió a su naturaleza humana probar y conocer, como sólo Dios puede, la infinita maldad del pecado y todo su tremendo horror.

Judas vino, y los enemigos de Jesús lo llevaron a un juicio que iba a ser una burla de la justicia. La sentencia de muerte había sido ya acordada por el Sanedrín, antes incluso de declarar unos testigos sobornados y contradictorios. La acusación era bien simple: Jesús se proclamaba Dios, y esto era una blasfemia. Y como la blasfemia se castigaba con la muerte, a la muerte debía ir. De aquí se le conduciría a Poncio Pilatos, el gobernador romano, quien debía confirmar la sentencia, ya que no se permitía a las naciones subyugadas dictar una sentencia capital. Sólo Roma podía quitar la vida a un hombre.

Cuando Pilatos se opuso a condenar a muerte a Jesús, los jefes judíos amenazaron al gobernador con crearle dificultades, denunciándole a Roma por incompetente. El débil Pilatos sucumbió al chantaje, tras unos vanos esfuerzos por aplacar la sed de sangre del populacho, permitiendo que azotaran a Jesús brutalmente y le coronaran de espinas. Meditamos estos acontecimientos al recitar los Misterios Dolorosos del Rosario, o al hacer el Vía Crucis. También meditamos lo ocurrido al mediodía siguiente, cuando resonó en el Calvario el golpear de martillos, y el torturado Jesús pendió durante tres horas de la Cruz, muriendo finalmente para que nosotros pudiéramos vivir, ese Viernes que llamamos Santo.

Hasta que Jesús murió en la Cruz, pagando por los pecados de los hombres, ningún alma podía entrar en el cielo, nadie podía ver a Dios cara a cara. Y, sin embargo, habían existido con seguridad muchos hombres y mujeres que habían creído en Dios y en su misericordia y guardado sus leyes. Como estas almas no habían merecido el infierno, existían (hasta la Crucifixión) en un estado de felicidad puramente natural, sin visión directa de Dios. Eran muy felices, pero con la felicidad que nosotros podríamos alcanzar en la tierra si todo nos fuera perfectamente.

El estado de felicidad natural en que esas almas aguardaban la completa revelación de la gloria divina se llama limbo. A estas almas se apareció Jesús mientras su cuerpo yacía en la tumba, para anunciarles la buena nueva de su redención, para, podríamos decir, acompañarles y presentarles personalmente a Dios Padre como sus primicias.

A esto nos referimos cuando en el Credo recitamos que Jesús «descendió a los infiernos». Hoy día la palabra «infierno» se usa exclusivamente para designar el lugar de los condenados, de aquellos que han perdido a Dios por toda la eternidad. Pero, antiguamente, la palabra «infierno» traducía el vocablo latino inferus, que significa «regiones inferiores» o, simplemente, «el lugar de los muertos».

Como la muerte de Jesús fue real, fue su alma la que apareció en el limbo; su cuerpo inerte, del que el alma se había separado, yacía en el sepulcro. Durante todo este tiempo, sin embargo, su Persona divina permanecía unida tanto al alma como al cuerpo, dispuesta a reunirlos de nuevo al tercer día.

Según había prometido, Jesús resucitó de entre los muertos al tercer día. Había prometido también que volvería a la vida por su propio poder, y no por el de otro. Con este milagro daría la prueba indiscutible y concluyente de que, según afirmaba, era Dios.

El relato de la Resurrección, acontecimiento que celebramos el Domingo de Resurrección, nos es demasiado conocido para tener que-repetirlo aquí. La ciega obstinación de los jefes judíos pensaba derrotar los planes de Dios colocando una guardia junto al sepulcro, manteniendo así el cuerpo de Jesús encerrado y seguro. Pero conocemos el estupor de los guardas esa madrugada y el rodar de la piedra que guardaba la entrada del sepulcro cuando Jesús salió.

Jesús resucitó de entre los muertos con un cuerpo glorificado, igual que será el nuestro después de nuestra resurrección. Era un cuerpo «espiritualizado», libre de las limitaciones que impone el mundo físico. Era (y es) un cuerpo que no puede sufrir o morir; un cuerpo que irradiaba la claridad y belleza de un alma unida a Dios; un cuerpo al que la materia no podía interceptar, pudiendo pasar a través de un sólido muro como si no existiese; un cuerpo que no necesita trasladarse por pasos laboriosos, sino que puede cambiar de lugar a lugar con la velocidad del pensamiento; un cuerpo libre de necesidades orgánicas como comer, beber o dormir.

Jesús, al resucitar de entre los muertos, no ascendió inmediatamente al cielo, como habríamos supuesto. Si lo hubiera hecho así, los escépticos que no creían en su Resurrección (y que aún están entre nosotros) habrían resultado más difíciles de convencer. Fue en parte por este motivo que Jesús decidió permanecer cuarenta días en la tierra. Durante este tiempo se apareció a María Magdalena, a los discípulos camino de Emaús y, varias veces, a sus Apóstoles. Pero podemos asegurar que habría más apariciones de Nuestro Señor que las mencionadas en los Evangelios: a individuos (a su Santísima Madre, ciertamente) y a multitudes (San Pablo menciona una de éstas, en la que había más de quinientas personas presentes). Nadie podrá preguntar nunca con sinceridad: «¿Cómo sabemos que resucitó? ¿Quién le vio?».

Además de probar su resurrección, Jesús tenía otro fin que cumplir en esos cuarenta días: completar la preparación y misión de sus doce Apóstoles. En la Ultima Cena, la noche del Jueves Santo, los había ordenado sacerdotes. Ahora, la noche del Domingo de Pascua, complementa su sacerdocio dándoles el poder de perdonar los pecados. Cuando se les aparece en otra ocasión, cumple la promesa hecha a Pedro, y le hace cabeza de su Iglesia. Les explica el Espíritu Santo, que será el Espíritu dador de vida de su Iglesia.

Les instruye dándoles las líneas generales de su ministerio. Y, finalmente, en el monte Olivete, el día que conmemoramos el Jueves de la Ascensión, da a sus Apóstoles el mandato final de ir a predicar al mundo entero; les da su última bendición y asciende al cielo.

Allí «está sentado a la diestra de Dios Padre». Siendo El mismo Dios, es igual al Padre en todo; como hombre está más cerca de Dios que todos los santos por su unión con Dios Padre, con autoridad suprema como Rey de todas las criaturas. Como los rayos de luz convergen en una lente, así toda la creación converge en El, es suya, desde que asumió como propia nuestra naturaleza humana. Por medio de su Iglesia rige todos los asuntos espirituales; e incluso en materias puramente civiles o temporales, su voluntad y su ley son lo primero. Y su título de regidor supremo de los hombres está doblemente ganado al haberlos redimido y rescatado con su preciosa Sangre.

Desde su ascensión al Padre, la siguiente vez en que aparecerá a la humanidad su Rey Resucitado será el día del fin del mundo. Vino una vez en el desamparo de Belén; al final de los tiempos vendrá en gloriosa majestad para juzgar al mundo que su Padre le dio y que El mismo compró a tan magno precio. «¡Vendrá a juzgar a los vivos y a los muertos!»

Leo G. Terese

(Cont)

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