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09/12/2018

Leitura espiritual

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LA FE EXPLICADA 


CAPÍTULO IX 





EL ESPIRITU SANTO Y LA GRACIA

Es también importante que incrementemos la gracia santificante de nuestra alma, que puede crecer. Cuanto más se purifica un alma de sí, mejor responde a la acción de Dios.

Cuanto mengua el yo, aumenta la gracia santificante. Y el grado de nuestra gracia santificante determinará el grado de nuestra felicidad en el cielo. Dos personas pueden contemplar el techo de la Capilla Sixtina y tener un goce completo a la vista de la obra maestra de Miguel Angel. Pero el que tenga mejor formación artística obtendrá un placer mayor que el otro, de gusto menos cultivado. El de menor apreciación artística quedará totalmente satisfecho; ni siquiera se dará cuenta de que pierde algo, aunque esté perdiendo mucho. De un modo parecido, todos seremos perfectamente felices en el cielo.

Pero el grado de nuestra felicidad dependerá de la agudeza espiritual de nuestra visión. Y ésta, a su vez, depende del grado en que la gracia santificante impregne nuestra alma.

Estas son, pues, las tres condiciones en relación con la gracia santificante: primera, que la conservemos permanentemente hasta el fin; segunda, que la recuperemos inmediatamente si la perdiéramos por el pecado mortal; tercera, que busquemos crecer en gracia con el afán del que ve el cielo como meta.

Pero ninguna de estas condiciones resulta fácil de cumplir, ni siquiera posible. Como la víctima de un bombardeo vaga débil y obnubilada entre las ruinas, así la naturaleza humana se ha arrastrado a través de los siglos desde la explosión que la rebelión del pecado original produjo: su juicio permanentemente torcido, su voluntad permanentemente debilitada. ¡Cuesta tanto reconocer el peligro a tiempo; es tan difícil admitir con sinceridad el bien mayor que debemos hacer; tan duro apartar nuestra mirada de la hipnótica sugestión del pecado! Por estas razones la gracia santificante, como un rey rodeado de servidores, va precedida y acompañada de un conjunto de especiales ayudas de Dios. Estas ayudas son las gracias actuales. Una gracia actual es el impulso transitorio y momentáneo, la descarga de energía espiritual con que Dios toca al alma, algo así como el golpe que un mecánico da con la mano a la rueda para mantenerla en movimiento.

Una gracia actual puede actuar sobre la mente o la voluntad, corrientemente sobre las dos. Y Dios la concede siempre para uno de los tres fines que mencionamos antes: preparar el camino para infundir la gracia santificante (o restaurarla si la hubiéramos perdido), conservarla en el alma o incrementarla. El modo de operar la gracia actual nos podría quedar más claro si describiéramos su actuación en una persona imaginaria que hubiera perdido la gracia santificante por el pecado mortal.

Primeramente, Dios ilumina la mente del pecador para que vea el mal que ha cometido. Si acepta esta gracia, admitirá para sí: «He ofendido a Dios en materia grave; he cometido un pecado mortal.» El pecador puede, por supuesto, rechazar esta primera gracia y decir: «Eso que hice no fue tan malo; mucha gente hace cosas peores.» Si rechaza la primera gracia, probablemente no habrá una segunda. En el curso normal de la providencia divina, una gracia genera la siguiente. Este es el significado de las palabras de Jesús: «Al que tiene se le dará y abundará; pero a quien no tiene, aun lo que tiene se le quitará» (Mt 25,29).

Pero supongamos que el pecador acepta la primera gracia. Entonces vendrá la segunda.

Esta vez será un fortalecimiento de la voluntad que permitirá al pecador hacer un acto de contrición: «Dios mío -gemirá por dentro-, si muriera así perdería el cielo e iría al infierno.

¡Con qué ingratitud he pagado tu amor! ¡Dios mío, no lo haré nunca más!» Si la contrición del pecador es perfecta (si su motivo principal es el amor a Dios), la gracia santificante vuelve inmediatamente a su alma; Dios reanuda en seguida su unión con esta alma. Si la contrición es imperfecta, basada principalmente en el temor a la justicia divina, habrá un nuevo impulso de la gracia. Con su mente iluminada, el pecador dirá: «Debo ir a confesarme.» Su voluntad fortalecida decidirá: «Iré a confesarme». Y en el sacramento de la Penitencia, su alma recobrará la gracia santificante. He aquí un ejemplo concreto de cómo la gracia actual opera.

Sin la ayuda de Dios no podríamos alcanzar el cielo. Así de sencilla es la función de la gracia. Sin la gracia santificante no somos capaces de la visión beatífica. Sin la gracia actual no somos capaces, en primer lugar, de recibir la gracia santificante (una vez se ha alcanzado el uso de razón). Sin la gracia actual no somos capaces de mantenernos en gracia santificante por un período largo de tiempo. Sin la gracia actual no podríamos recuperar la gracia santificante si la hubiéramos perdido.

En vista de la absoluta necesidad de la gracia, es confortador recordar otra verdad que también es materia de fe: que Dios da a cada alma la gracia suficiente para alcanzar el cielo. Nadie se condena si no es por su culpa, por no utilizar las gracias que Dios le da.

Porque podemos, ciertamente, rechazar la gracia. La gracia de Dios actúa en y por medio de la voluntad humana. No destruye nuestra libertad de elección. Es cierto que la gracia hace casi todo el trabajo, pero Dios requiere nuestra cooperación. Por nuestra parte, lo menos que podemos hacer es no poner obstáculos a la operación de la gracia en nuestra alma.

Leo G. Terese

(Cont)

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