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02/12/2018

Leitura espiritual

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LA FE EXPLICADA 


CAPÍTULO VI 





EL PECADO ACTUAL

Sabemos que para que algo sea pecado mortal necesita tres condiciones. Si faltara cualquiera de las tres, no habría pecado mortal.

En primer lugar y antes que nada, la materia debe ser grave, sea en pensamiento, palabra u obra. No es pecado mortal decir una mentira infantil, sí lo es dañar la reputación ajena con una mentira. No es pecado mortal robar una manzana o un duro, sí lo es robar una cantidad apreciable o pegar fuego a una casa.

En segundo lugar, debo saber que lo que hago está mal, muy mal. No puedo pecar por ignorancia. Si no sé que es pecado mortal participar en el culto protestante, para mí no sería pecado ir con un amigo a su capilla. Si he olvidado que hoy es día de abstinencia y como carne, para mí no habría pecado. Esto presupone, claro está, que esta ignorancia no sea por culpa mía. Si no quiero saber algo por miedo a que estropee mis planes, sería culpable de ese pecado.

Finalmente, no puedo cometer un pecado mortal a no ser que libremente decida esa acción u omisión contra la Voluntad de Dios. Si, por ejemplo, alguien más fuerte que yo me fuerza a lanzar una piedra contra un escaparate, no me ha hecho cometer un pecado mortal. Tampoco puedo pecar mortalmente por accidente, como cuando inintencionadamente choco con alguien y se cae fracturándose el cráneo. Ni puedo pecar durmiendo, por malvados que aparezcan mis sueños.

Es importante que tengamos ideas claras sobre esto, y es importante que nuestros hijos las entiendan en medida adecuada a su capacidad. El pecado mortal, la completa separación de Dios, es demasiado horrible para tomarlo a la ligera, para utilizarlo como arma en la educación de los niños, para ponerlo a la altura de la irreflexión o travesuras infantiles.

¿Cuáles son las raíces del pecado? Es fácil decir que tal o cual acción es pecaminosa. No lo es tanto decir que tal o cual persona ha pecado. Si uno olvida, por ejemplo, que hoy es fiesta de precepto y no va a Misa, su pecado es sólo externo. Internamente no hay intención de obrar mal. En este caso decimos que ha cometido un pecado material, pero no un pecado formal. Hay una obra mala, pero no mala intención. Sería superfluo e inútil mencionarlo en la confesión.

Pero también es verdad lo contrario. Una persona puede cometer un pecado interior sin realizar un acto pecaminoso. Usando el mismo ejemplo, si alguien piensa que hoy es día de precepto y voluntariamente decide no ir a Misa sin razón suficiente, es culpable del pecado de omisión de esa Misa, aunque esté equivocado y no sea día de obligación en absoluto. O, para dar otro ejemplo, si un hombre roba una gran cantidad de dinero y después se da cuenta que robó su propio dinero, interiormente ha cometido un pecado de robo, aunque realmente no haya robado. En ambos casos decimos que no ha habido pecado material, pero sí formal. Y, por supuesto, estos dos pecados tendrán que confesarse.

Vemos, pues, que es la intención en la mente y voluntad de una persona lo que determina, finalmente, la malicia de un pecado. Hay pecado cuando la intención quiere algo contra lo que Dios quiere.

Por esta razón, soy culpable de pecado en el momento en que decido cometerlo, aunque no tenga oportunidad de ponerlo por obra o aunque cambie después de opinión. Si decido mentir sobre un asunto cuando me pregunten, y a nadie se le ocurre hacerlo, sigo siendo culpable de una mentira por causa de mi mala intención. Si decido robar unas herramientas del taller en que trabajo, pero me despiden antes de poder hacerlo, interiormente ya cometí el robo aunque no se presentara la oportunidad de realizarlo, y soy culpable de él. Estos pecados serían reales y, si la materia fuera grave, tendría que confesarlos.

Incluso un cambio de decisión no puede borrar el pecado. Si un hombre decide hoy que mañana irá a fornicar, y mañana cambia de idea, seguirá teniendo sobre su conciencia el pecado de ayer. La buena decisión de hoy no puede borrar el mal propósito de ayer. Es evidente que aquí hablamos de una persona cuya voluntad hubiera tomado definitivamente esa decisión. No nos referimos a la persona en grave tentación, luchando consigo misma quizás horas, incluso días. Si esa persona alcanza, al fin, la victoria sobre sí misma y da un «no» decidido a la tentación, no ha cometido pecado.

Al contrario, esa persona ha mostrado gran virtud y adquirido gran mérito ante Dios. No hay por qué sentirse culpable aunque la tentación haya sido violenta o persistente; cualquiera sería bueno si fuera tan fácil. Eso no tendría mérito. No. La persona de quien hablábamos antes es la que resuelve cometer un pecado, pero la falta de ocasión o el cambio de mente le impiden ponerlo por obra.

Esto no quiere decir que el acto externo no importe. Sería un gran error inferir que, ya que uno ha tomado la decisión, da igual llevarla a la práctica. Muy al contrario, poner por obra la mala intención y realizar el acto, añade gravedad al pecado, intensifica su malicia. Y esto es especialmente así cuando ese pecado externo daña a un tercero, como en un robo; o causa de que otro peque, como en las relaciones impuras.

Y ya que estamos en el tema de la «intención», vale la pena mencionar que no podemos hacer buena o indiferente una acción mala con una buena intención. Si robo a un rico para darle a un pobre, sigue siendo un robo, y aún es pecado. Si digo una mentira para sacar a un amigo de apuros, sigue siendo una mentira, y yo peco. Si unos padres utilizan anticonceptivos para que los hijos que ya tienen dispongan de más medios, la pecaminosidad del acto se mantiene. En resumen, un buen fin nunca justifica malos medios. No podemos forzar y retorcer la voluntad de Dios para hacerla coincidir con la nuestra.

Lo mismo que el pecado consiste en oponer nuestra voluntad a la de Dios, la virtud no es más que el sincero esfuerzo por identificar nuestra voluntad con la suya. Resulta arduo solamente si confiamos en nuestras propias fuerzas en vez de en la gracia de Dios. Un viejo axioma teológico lo expresa diciendo: «al que hace lo que puede, la gracia de Dios no le falta».

Si hacemos «lo que podemos» -rezando cada día regularmente, confesando y comulgando frecuentemente; considerando a menudo la grandeza del hecho que el mismo Dios habite en nuestra alma en gracia, ¡qué gozo es saber que, sea cual sea el momento en que nos llame, estamos preparados para contemplarle por toda la eternidad! j (aunque venga previamente el purgatorio); ocupándonos en un trabajo útil y unas diversiones cabales, evitando las personas y lugares que puedan poner a prueba nuestra humana debilidad-, entonces no cabe duda de nuestra victoria.

Es también muy útil conocer nuestras debilidades. Tú, ¿te conoces bien? O, para ponerlo de forma negativa, ¿sabes cuál es tu defecto dominante? Puede que tengas muchos defectos; la mayoría los tenemos. Pero ten por cierto que hay uno que es más destacado que los demás y es tu mayor obstáculo para tu crecimiento espiritual. Los autores espirituales describen ese defecto como «la pasión dominante».

Antes que nada, conviene aclarar la diferencia entre un defecto y un pecado. Un defecto es lo que podríamos llamar «el punto flaco» que nos hace fácil cometer ciertos pecados, y más difícil practicar ciertas virtudes. Un defecto es (hasta que lo eliminamos) una debilidad de nuestro carácter, más o menos permanente, mientras que el pecado es algo eventual, un hecho aislado que deriva de nuestro defecto. Si comparamos el pecado a una planta nociva, el defecto sería la raíz que lo sustenta.

Todos sabemos que, al cultivar un jardín, da poco resultado cortar esas plantas a ras del suelo. Si no se quitan las raíces, crecerán una y otra vez. Igualmente ocurre en nuestra vida con ciertos pecados: seguirán dándose continuamente si no arrancamos las raíces, ese defecto del que brotan.

Los teólogos dan una lista de siete defectos o debilidades principales; casi todo pecado actual se basa en uno u otro de ellos. Estas siete debilidades humanas se llaman, ordinariamente, «las siete pecados capitales». La palabra «capital» en este contexto significa relevante o más frecuente, no que necesariamente sean los mayores o peores.

¿Cuáles son estos siete vicios dominantes de la naturaleza humana? El primero es la soberbia, que podría definirse como la búsqueda desordenada del propio honor y excelencia. Sería demasiado larga la lista de todos los pecados que se originan en la soberbia: la ambición excesiva, jactancia de nuestras fuerzas espirituales, vanidad, orgullo, he aquí unos pocos. O, para usar expresiones contemporáneas, la soberbia es causa de esa actitud llena de amor propio que nos lleva a «mantener el nivel, para que no digan los vecinos», a la ostentación, a la ambición de escalar puestos y figurar socialmente, «a estar en el candelero», y otros de parecido jaez.

Leo G. Terese

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