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17/12/2018

Leitura espiritual


LA FE EXPLICADA



CAPÍTULO XI 


LA IGLESIA CATÓLICA




Dios modeló a Adán del barro de la tierra, y luego, según la bella imagen bíblica, insufló un alma a ese cuerpo, y Adán se convirtió en ser vivo. Dios creó la Iglesia de una manera muy parecida. Primero diseñó el Cuerpo de la Iglesia en la Persona de Jesucristo. Esta tarea abarcó tres años, desde el primer milagro público de Jesús en Caná hasta su ascensión al cielo. Jesús, durante este tiempo, escogió a sus doce Apóstoles, destinados a ser los primeros obispos de su Iglesia. Por tres años los instruyó y entrenó en sus deberes, en la misión de establecer el reino de Dios. También durante este tiempo Jesús diseñó los siete canales, los siete sacramentos, por los que las gracias que iba a ganar en la cruz fluirían a la almas de los hombres.

A la vez, Jesús impartió a los Apóstoles una triple misión, que es la triple misión de la Iglesia. Enseñar: «Id, pues, enseñad a todas las gentes..., enseñándoles a observar cuanto Yo os he mandado» (Mt 28,19-20). Santificar: «Bautizándolas en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo» (Mt 28,19); «Este es mi Cuerpo..., haced esto en memoria mía» (Lc 22,19); «A quien perdonareis los pecados, les serán perdonados; a quienes se los retuviereis, les serán retenidos» (Io 20,23). Y gobernar en su nombre: «Si los desoyere, comunícalo a la Iglesia, y si la Iglesia desoye, sea para ti como gentil o publican...; cuanto atareis en la tierra será atado en el cielo, y cuanto desatareis en la tierra será desatado en el cielo» (Mt 18,17-18); «El que a vosotros oye, a mí me oye, y el que a vosotros desecha, a mí me desecha» (Lc 10,16).

Otra misión de Jesús al formar el Cuerpo de su Iglesia, fue la de proveer una autoridad para su Reino en la tierra. Asignó este cometido al Apóstol Simón, hijo de Juan, y al hacerlo le impuso un nombre nuevo, Pedro, que quiere decir roca. He aquí la promesa: «Bienaventurado tú, Simón Bar Jona... Y yo te digo a ti que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré Yo mi Iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella. Yo te daré las llaves del reino de los cielos» (Mt 16, 17,18-19). Esta fue la promesa que Jesús cumplió después de su resurrección, según leemos en el capítulo 21 del Evangelio de San Juan. Tras conseguir de Pedro una triple manifestación de amor («Simón, hijo de Juan, ¿me amas?»), Jesús hizo a Pedro el pastor supremo de su rebaño. «Apacienta mis corderos», le dice Jesús, «apacienta mis ovejas». El. entero rebaño de Cristo -ovejas y corderos; obispos, sacerdotes y fieles- se ha puesto bajo la jurisdicción de Pedro y sus sucesores, porque, resulta evidente, Jesús no vino a la tierra para salvar sólo a las almas contemporáneas de los Apóstoles. Jesús vino para salvar a todas ?as almas, mientras haya almas que salvar.

El triple deber (y poder) de los Apóstoles -enseñar, santificar y gobernar -lo transmitieron a otros hombres, a quienes, por el sacramento del Orden, ordenarían y consagrarían para continuar su misión. Los obispos actuales son sucesores de los Apóstoles. Cada uno de ellos ha recibido su poder episcopal de Cristo, por medio de los Apóstoles, en continuidad ininterrumpida. Y el poder supremo de Pedro, a quien Cristo constituyó cabeza de todo, reside hoy en el Obispo de Roma, a quien llamamos con amor el Santo Padre. Esto se debe a que, por los designios de la Providencia, Pedro fue a Roma, donde murió siendo el primer obispo de la ciudad. En consecuencia, quien sea obispo de Roma, es automáticamente el sucesor de Pedro y, por tacto, posee el especial poder de Pedro de enseñar y regir a la Iglesia entera.

Este es, pues, el Cuerpo de su Iglesia tal como Cristo la creó: no una mera hermandad invisible de hombres unidos por lazos de gracia, sino una sociedad visible de hombres, bajo una cabeza constituida en autoridad y gobierno. Es lo que llamamos una sociedad jerárquica con las sólidas y admirables proporciones de una pirámide. En su cima el Papa, el monarca espiritual con suprema autoridad espiritual. Inmediatamente bajo él, los otros obispos, cuya jurisdicción, cada uno en su diócesis, dimana de su unión con el sucesor de Pedro. Más abajo, los sacerdotes, a quienes el sacramento del Orden ha dado poder de santificar (como así hacen en la Misa y los sacramentos), pero no el poder de jurisdicción (el poder de enseñar y gobernar). Un sacerdote posee el poder de jurisdicción sólo en la medida en que lo tenga delegado por el obispo, quien lo ordenó para ayudarle.

Finalmente, está la amplia base del pueblo de Dios, las almas de todos los bautizados, para quienes los otros existen.

Este es el Cuerpo de la Iglesia tal como lo constituyó Jesús en sus tres años de vida pública. Como el cuerpo de Adán, yacía en espera del alma. Esta alma había sido prometida por Jesús cuando dijo a sus Apóstoles antes de la Ascensión: «Pero recibiréis el poder del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaria y hasta el extremo de la tierra» (Act 1,8). Conocemos bien la historia del Domingo de Pentecostés, décimo día de la Ascensión y quincuagésimo de la Pascua (Pentecostés significa «quincuagésimo»): «Aparecieron, como divididas, lenguas de fuego, que se posaron sobre cada uno de ellos (de los Apóstoles), quedando todos llenos del Espíritu Santo» (Act 2,3-4). Y, en ese momento, el cuerpo tan maravillosamente diseñado por Jesús durante tres pacientes años, vino súbitamente a la vida. El Cuerpo Vivo se alza y comienza su expansión. Ha nacido la Iglesia de Cristo.

Nosotros somos la Iglesia ¿Qué es un ser humano? Podríamos decir que es un animal que anda erecto sobre sus extremidades posteriores, que puede razonar y hablar. Nuestra definición sería correcta, pero no completa. Nos diría sólo lo que es el hombre visto desde el exterior, pero omitiría su parte más maravillosa: el hecho de que posee un alma espiritual e inmortal.

¿Qué es la Iglesia? También podríamos responder dando una visión externa de la Iglesia.

Podríamos definir la Iglesia (y de hecho lo hacemos frecuentemente) como la sociedad de los bautizados, unidos en la misma fe verdadera, bajo la autoridad del Papa, sucesor de San Pedro.

Pero, al describir la Iglesia en estos términos, cuando hablamos de su organización jerárquica compuesta de Papa, obispos, sacerdotes y laicos, debemos tener presente que estamos describiendo lo que se llama Iglesia jurídica. Es decir, miramos a la Iglesia como una organización, como una sociedad pública cuyos miembros y directivos están ligados entre sí por lazos de unión visibles y legales. En cierta manera es parecido al modo en que los ciudadanos de una nación están unidos entre sí por lazos de ciudadanía, visibles y legales. Los Estados Unidos de América, por ejemplo, es una sociedad jurídica.

Jesucristo, por supuesto, estableció su Iglesia como sociedad jurídica. Para cumplir su misión de enseñar, santificar y regir a los hombres, debía tener una organización visible.

El Papa Pío XII, en su encíclica sobre «El Cuerpo Místico de Cristo», nos señaló este hecho. El Santo Padre también nos hizo notar que, como organización visible, la Iglesia es la sociedad jurídica más perfecta que existe. Y esto es así porque tiene el más noble de los fines: la santificación de sus miembros para gloria de Dios.

El Papa continuaba su encíclica declarando que la Iglesia es mucho más que una organización jurídica. Es el mismo Cuerpo de Cristo, un cuerpo tan especial, que debe tener un nombre especial: el Cuerpo Místico de Cristo. Cristo es la Cabeza del Cuerpo; cada bautizado es una parte viva, un miembro de ese Cuerpo, cuya alma es el Espíritu Santo.

El Papa nos advierte: «Es éste un misterio oculto, que durante este exilio terreno sólo podemos ver oscuramente.» Pero tratemos de verlo, aunque sea en oscuridad. Sabemos que nuestro cuerpo físico está compuesto de millones de células individuales, todas trabajando conjuntamente para el bien de todo el cuerpo, bajo la dirección de la cabeza.

Las distintas partes del cuerpo no se ocupan en fines propios y privados, sino que cada una labora todo el tiempo para el bien del conjunto. Los ojos, los oídos y demás sentidos acopian conocimiento para utilidad de todo el cuerpo. Los pies llevan al cuerpo entero a donde quiera ir. Las manos llevan el alimento a la boca, el intestino absorbe la nutrición necesaria para todo el cuerpo. El corazón y los pulmones envían sangre y oxígeno a todas las partes de la anatomía. Todos viven y actúan para todos.

Y el alma da vida y unidad a todas las distintas partes, a cada una de las células individuales. Cuando el aparato digestivo transforma el alimento en sustancia corporal, las nuevas células no se agregan al cuerpo de forma eventual, como el esparadrapo a la piel.

Las nuevas células se hacen parte del cuerpo vivo, porque el alma se hace presente en ellas, de modo igual que en el resto del cuerpo.

Apliquemos ahora esta analogía al Cuerpo Místico de Cristo. Al bautizarnos, el Espíritu Santo toma posesión de nosotros de modo muy parecido al que nuestra alma toma posesión de las células que se van formando en el cuerpo. Este mismo Espíritu Santo es, a la vez, el Espíritu de Cristo, que, para citar a Pío XII, «se complace en morar en la amada alma de nuestro Redentor como en su santuario más estimado; este Espíritu que Cristo nos mereció en la cruz por el derramamiento de su sangre... Pero, tras la glorificación de Cristo en la cruz, su Espíritu se vierte sobreabundantemente en la Iglesia, de modo que ella y sus miembros individuales puedan hacerse día a día más semejantes a su Salvador». El Espíritu de Cristo, en el Bautismo, se hace también nuestro Espíritu.

«El Alma del Alma» de Cristo se hace también Alma de nuestra alma. «Cristo está en nosotros por su Espíritu», continúa el Papa, «a quien nos da y por quien actúa en nosotros, de tal modo que toda la divina actividad del Espíritu Santo en nuestra alma debe ser atribuida también a Cristo».

Así es, pues, la Iglesia vista desde «dentro». Es una sociedad jurídica, sí, con una organización visible dada por Cristo mismo. Pero es mucho más, es un organismo vivo, un Cuerpo viviente, cuya Cabeza es Cristo, nosotros los bautizados, sus miembros, y el Espíritu Santo, su Alma. Es un Cuerpo vivo del que podemos separarnos por herejía, cisma o excomunión, al modo que un dedo es extirpado por el bisturí del cirujano. Es un Cuerpo en que el pecado mortal, como el torniquete aplicado a un dedo, puede interrumpir temporalmente el flujo vital hasta que es quitado por el arrepentimiento. Es un Cuerpo en que cada miembro se aprovecha de cada Misa que se celebra, cada oración que se ofrece, cada buena obra que se hace por cada uno de sus miembros en cualquier lugar del mundo. Es el Cuerpo Místico de Cristo.

Leo G. Terese

(Cont)

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