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24/01/2014

Leitura espiritual para 24 Jan

Não abandones a tua leitura espiritual.
A leitura tem feito muitos santos.
(S. josemariaCaminho 116)


Está aconselhada a leitura espiritual diária de mais ou menos 15 minutos. Além da leitura do novo testamento, (seguiu-se o esquema usado por P. M. Martinez em “NOVO TESTAMENTO” Editorial A. 
O. - Braga) devem usar-se textos devidamente aprovados. Não deve ser leitura apressada, para “cumprir horário”, mas com vagar, meditando, para que o que lemos seja alimento para a nossa alma.

Para ver, clicar SFF.
Evangelho: Mc 1, 23-45

23 Na sinagoga estava um homem possesso dum espírito imundo, que começou a gritar: 24 «Que tens que ver connosco, Jesus de Nazaré? Vieste para nos perder? Sei Quem és, o Santo de Deus». 25 Mas Jesus o ameaçou dizendo: «Cala-te, e sai desse homem!». 26 Então o espírito imundo, agitando-o violentamente e dando um grande grito, saiu dele. 27 Ficaram todos tão admirados, que se interrogavam uns aos outros: «Que é isto? Que nova doutrina é esta? Ele manda com autoridade até nos espíritos imundos, e eles obedecem-Lhe». 28 E divulgou-se logo a Sua fama por toda a região da Galileia. 29 Logo que saíram da sinagoga, foram a casa de Simão e de André, com Tiago e João. 30 A sogra de Simão estava de cama com febre. Falaram-Lhe logo dela. 31 Jesus, aproximando-Se e tomando-a pela mão, levantou-a. Imediatamente a deixou a febre, e ela pôs-se a servi-los. 32 Ao anoitecer, depois do sol-posto, traziam-Lhe todos os enfermos e possessos, 33 e toda a cidade se tinha juntado diante da porta. 34 Curou muitos que se achavam atacados com várias doenças, expulsou muitos demónios, e não permitia que os demónios dissessem quem Ele era. 35 Levantando-Se muito antes de amanhecer, saiu e foi a um lugar solitário e lá fazia oração. 36 Simão e os seus companheiros foram procurá-l'O. 37 Tendo-O encontrado, disseram-Lhe: «Todos Te procuram». 38 Ele respondeu: «Vamos para outra parte, para as aldeias vizinhas, a fim de que Eu também lá pregue, pois para isso é que Eu vim». 39 E andava pregando nas sinagogas, por toda a Galileia, e expulsava os demónios. 40 Foi ter com Ele um leproso que, suplicando e pondo-se de joelhos, Lhe disse: «Se quiseres podes limpar-me». 41 Jesus, compadecido dele, estendeu a mão e, tocando-o, disse-lhe: «Quero, fica limpo». 42 Imediatamente desapareceu dele a lepra e ficou limpo. 43 E logo mandou-o embora, dizendo-lhe com tom severo: 44 «Guarda-te de o dizer a alguém, mas vai, mostra-te ao sacerdote, e oferece pela purificação o que Moisés ordenou, para que lhes sirva de testemunho». 45 Ele, porém, retirando-se, começou a contar e a divulgar o sucedido, de modo que Jesus já não podia entrar abertamente numa cidade, mas ficava fora nos lugares desertos, e de toda a parte vinham ter com Ele.



Amor y sexualidade 1

    La grandeza de la sexualidad humana

      Desde que comencé a ocuparme de estos temas, he sentido una inclinación irresistible a unir a la palabra “sexualidad” algún término o expresión enérgicamente ponderativos, hablando así del prodigio, de la grandeza, del vigor, de la maravilla, de la sublimidad… de la sexualidad humana[1].
      Y es que, lejos de esas visiones empobrecedoras que pretenden reducirla a mera genitalidad o a sentimentalismo o difuso o apasionado, lejos también de las aberraciones que tienden a animalizarla mediante representaciones gráficas de varones o mujeres con denigrantes y provocadoras posturas infrahumanas, la caracterización fundamental de la sexualidad, desde el punto de vista que ahora quiero dibujarla, que es el de su ejercicio, puede realizarse mediante dos afirmaciones.
      a) Por un lado, se configura como una participación inefable en el poder creador e infinitamente amoroso de Dios; algo, por tanto, que nos identifica notablemente con Él y nos torna más amables y más amantes.
      b) Por otro, compone un medio privilegiado, tal vez el más específico, para despertar, instaurar, incrementar, consolidar, enardecer, madurar y hacer fructificar más y más[2] el amor entre un varón y una mujer precisamente en cuanto tales, en cuanto sexuados.
    ¿Cuestión de prioridades?
      Y no es que una caracterización preceda sin más a la otra ni, mucho menos, que se sitúe al margen de ella o simplemente se le yuxtaponga. Ni siquiera que estén coordinadas.
      Muy al contrario, existe una íntima conexión entre la sexualidad como participación en el infinito amor creador de Dios y su condición de medio para instaurar relaciones también amorosas entre varón y mujer. Y si hubiera que sugerir alguna prioridad, esta correspondería a lo señalado en segundo término.
      Con otras palabras: la sexualidad puede configurarse como trasunto del inefable Amor de Dios, que crea a cada hombre para encaminarlo hacia la dicha sin fin en el interior de Su propia Vida felicísima, porque es capaz de establecerse como acto y expresión portentosos del amor humano, y no a la inversa.
      Según explica Caffarra: «El hecho de que la sexualidad humana esté en condiciones de dar origen a una nueva vida humana se debe, a su vez, al hecho de que la sexualidad está en condiciones de poner en la existencia una comunión de amor»[3].
      Me interesa subrayar este extremo, porque con relativa frecuencia se ha pretendido que la tradición católica reduce la sexualidad a mero instrumento de procreación. Y no es así o, al menos, no total ni principalmente.
      Sin duda, frente a cierta mentalidad difundida en nuestros días, contribuir a la venida al mundo de una nueva persona constituye una de los más grandes prodigios que el varón y la mujer pueden llevar a cabo.
      Con palabras de Caffarra: «El que una persona comience a existir constituye sin duda el mayor acontecimiento del universo creado, después de la Encarnación del Verbo»[4].
      Pero semejante posibilidad se apoya a su vez en la aptitud de la sexualidad para instituir entre ambos una sublime relación de amor: es el amor el que hace posible la fecundidad, y no al contrario.
      Se entiende, entonces, por qué Soloviev se empeña en poner de manifiesto que la sexualidad no guarda una relación unívoca, bilateral y exclusiva con la procreación, sino que encierra necesariamente, también, otro sentido más hondo[5].

      Solo a modo de ilustración:
    Por tanto, el significado de la diferencia sexual (y del amor sexual) debe buscarse no en relación con la idea de la vida de la especie y su reproducción, sino únicamente con la idea del organismo superior […]. Por último, parangonado a todo el reino animal, el hombre tiene la capacidad reproductiva más limitada, y sin embargo el amor sexual alcanza en él su mayor altura y su fuerza más intensa, uniendo en su grado má¬ximo la constancia de las relaciones (típica de los pájaros) con la intensidad de la pasión (típica de los mamíferos). Y así, resulta que el amor sexual y la reproducción de la especie tienen una relación inversamente proporcional: cuanto más fuerte es el uno, tanto más débil es la otra […]. Al mismo resultado se llega si se considera el amor sexual solo en el mundo humano, donde asume más agudamente que en el mundo animal este carácter individual gracias al cual una persona específica y concretamente determinada del otro sexo viene a asumir para el amante un valor absoluto como ser único e insustituible, como fin en sí[6].

      Consideremos más detenidamente la cuestión.
La sexualidad humana puede dar origen a una nueva vida humana
por estar en condiciones de poner en la existencia una comunión de amor

Toda persona es un fin, término del amor humano

      Aunque tal vez se quedara un poco corto y no lo justificara ontológicamente, Kant acertó al sostener que ningún ser humano debe nunca ser tratado como simple medio, sino siempre también como fin.
      Y Soloviev lo expone ajustadamente, en relación al tema que nos ocupa. Tras sostener de forma explícita que «el amor sexual es, tanto para los animales como para el hombre, el momento de máximo esplendor de la existencia individual»; y tras aclarar que eso «no significa que la atracción sexual sea solo un medio para la simple reproducción o multiplicación de los organismos, sino más bien que está finalizada a través de la rivalidad y la selección sexual a la producción de organismos cada vez más perfectos», afirma sin la menor vacilación que tal cosa no puede afirmarse del ser humano. Y da la razón oportuna:
    De hecho, en la humanidad, el principio individual [personal] tiene un valor autónomo y no puede ser, en su más alta manifestación, un mero instrumento para fines como el del proceso histórico, que le son extraños. O más bien habría que decir que el auténtico fin del proceso histórico no es tal que la persona humana pueda servirle exclusivamente como instrumento pasivo o transitorio[7].
      Con palabras más certeras, quiere esto decir que la única actitud definitivamente adecuada respecto a una persona, a cualquiera, es la de amarla, procurando su bien, perfectamente compatible con la búsqueda simultánea de bienes distintos, pero dotado de cierta y clara prioridad de naturaleza respecto a esos otros.
      A ello he apuntado tantas veces al sostener que todo hombre es término de amor. En las circunstancias que fueren, si no lo amo, si no persigo su bien de manera decidida, estoy atentando contra su dignidad. Siempre.
      Con todo, hay momentos en una biografía donde esa exigencia se torna más perentoria. Por ejemplo, cuando el cónyuge, un hijo o un amigo vuelven a uno, arrepentidos por la injuria más o menos grave que le hayan podido infligir… o por cualquier barbaridad llevada a cabo. En esa coyuntura, más conforme mayores fueran la afrenta y el arrepentimiento, nuestro amor hacia quien viene a nosotros debe alcanzar cotas que rozan con lo inefable: ante un alma compungida que se acerca en busca de perdón, deberíamos incrementar nuestro cariño hasta el punto de que, con un deje de metáfora que no aleja sin embargo de la auténtica disposición interior, la única actitud coherente sería la de acogerla de rodillas. Algo muy similar ocurre en las cercanías de la muerte o en el momento de contraer matrimonio: resultaría vil y canallesco que en tales circunstancias nuestra conducta incluyera algún móvil distinto del más noble y limpio amor. Y lo mismo podría sostenerse de casos análogos.
      Pero si existe un instante privilegiado en que las disposiciones amorosas han de llevarse al extremo, este es precisamente el de la concepción, condición de condiciones de todo desarrollo humano, justo por estar situada en su mismo inicio. De ahí que cualquier modo de dar entrada al mundo a un hombre que no sea el explícito y directísimo acto de amor entre un varón y una mujer constituya una afrenta grave contra la dignidad de la persona a la que se va a otorgar la vida… con independencia absoluta de las intenciones subjetivas y de la imputabilidad de la acción.

Cualquier modo de dar entrada al mundo a un hombre que
no sea el explícito y directísimo acto de amor entre
un varón y una mujer constituye una afrenta grave
contra la dignidad de la persona a la que se va a otorgar la vida Y, más todavía, término del Amor de Dios

      A la misma conclusión cabe llegar desde un punto de vista complementario. Lo definitivamente decisivo en la irrupción al mundo de cualquier persona humana es el infinito Acto de Amor con el que Dios le confiere el ser, volcándose sin reservas sobre ella.
      Con lenguaje figurado, ese Amor insondable es el “Texto” con que se escribe la concepción de una nueva vida personal. Y el único “contexto” proporcionado a ese Amor sin límites es justo un también exquisito acto de amor entre los hombres: a saber, el que dentro del matrimonio llevan a término un varón y una mujer cuando se entregan en una unión sin reservas, abierta a la fecundidad.
      Siguiendo con el símil utilizado, cualquier otro procedimiento provoca una ruptura insalvable y desgarradora entre “Texto” y “contexto” y, por ese motivo, atenta contra la nobleza de quien se pretende engendrar.
      De ahí la atrocidad de las tácticas que aspiran a sustituir la maravillosa expresión del amor sexual entre varón y mujer por un acto de dominio técnico sobre la persona que ha de ser procreada y la radical ilicitud de todos estos procedimientos.
      Pero de ahí también que, aunque cualquiera de estas prácticas —fecundación artificial homóloga o heteróloga, cualquier otra técnica de instrumentación genética, eventual clonación…— se opongan materialmente a la grandeza de quien va a ser concebido, la dignidad de esa persona quede radical y absolutamente salvada, ¡plenamente intacta!, por el inconmensurable Amor de Dios en virtud del cual la persona recién engendrada entra siempre en el banquete de la existencia.
      Ese Amor divino —el “Texto” de nuestra metáfora— sana de raíz las circunstancias y disposiciones más adversas, de modo que la persona surgida por los medios menos convenientes posee una dignidad absoluta, como fruto inmediato de la amorosa acción divina creadora.
      Se entiende entonces que San Agustín, en uno de los más entrañables momentos de sus Confesiones, elevando su corazón a Dios, le dé gracias sincerísimas por su hijo Adeodato, surgido como se sabe de una relación extramatrimonial, «en la que yo —confiesa el santo— no puse sino el pecado».

      El amor es siempre “lo primero” y lo más definidor

      Pero hay más. Incluso del propio Dios podría afirmarse que, al crear a cada persona humana, el Amor precede en cierto modo a Su poder infinito: que es el Amor el que “pone en marcha” tal Poder.
      Dios crea porque ama, porque quiere comunicar su bien, en una medida inimaginable, a esas realidades a las que pretende conducir hacia una plenitud y una felicidad sin límites: a las personas. Por eso, al asociar a los hombres al surgimiento de lo que representa el fin de su obra creadora —el incremento del número de mujeres y varones destinados a gozar de Él por toda la eternidad—, la sexualidad se relaciona más directa e íntimamente con el Amor que con el vigor creador… aun cuando la manera de expresarnos sea muy imperfecta y necesariamente traicione la simplicidad de la Vida y del Obrar divinos.
      Y algo similar hay que afirmar respecto a la actividad humana. En contra de una opinión muy extendida en otros tiempos y de la que todavía quedan residuos, debe sostenerse sin reparos que la sexualidad entre los hombres se liga de manera inmediata, primaria y formalmente, a la posibilidad de establecer entre ellos relaciones auténticas de amor.
      Así lo explica Brancatisano:
    En el ethos social del pasado (tomado superficialmente en bloque), la unión sexual era considerada más en su función social de reproducción que como el aspecto peculiar de la relación entre los cónyuges: es decir, ese modo especialísimo mediante el que la mujer y el varón se comunican una vida nueva, entran en una dimensión de unidad, capaz de darles mutuamente una existencia que los conduce —juntos y en reciprocidad— a descubrir en plenitud el sentido de la vida.
    La relación de amor, factor de crecimiento y realización del ser humano, pasaba a un segundo plano, y de esta suerte, también la dimensión de la unión mutua, dejando al varón y la mujer a la deriva de un destino dividido, que podría sintetizarse, para la mujer, en una maternidad vivida en ausencia —o en una presencia muy marginal— del padre y compañero, y para el hombre en el trabajo y en el compromiso social[8].
      Y como todo amor es fecundo, efusivo, creativo…, y como aquel que pone en juego las dimensiones genésicas goza de una fecundidad peculiar, capaz de introducir en el mundo un nuevo ser humano…, más que un objetivo que se busque de forma expresa, aunque de ningún modo pueda lícita y positivamente rechazarse, la procreación es la consecuencia natural y al tiempo gratuita del amor inter-sexuado.
      Con expresión decididamente poética y femenina, lo afirma también Brancatisano: «En este sentido la llegada de un hijo es el hecho más natural y sobrenatural que pueda existir. Cuando amamos, rebosamos de vida, somos creativos: deseo de hacer, de emprender, que vence las dificultades, el dolor y el miedo. Es imparable como el viento, al que no puedes detener cerrando las verjas»[9].
      Por eso, la categoría constitutiva y la calidad existencial de la sexualidad y de su ejercicio —su grandeza y su belleza— se encuentran determinadas por la relación que, en sí misma y en cada acto concreto, instaure con el amor: primero con el amor humano y, a través de él pero como incluido en su misma naturaleza, con el divino.
      Cuanto mayor sea el amor del que deriva la unión y el que se establece en ella, más fabuloso y bello es el ejercicio de la sexualidad entre los esposos.
      Dentro de este contexto, no es difícil advertir que la sexualidad, profundamente considerada, “se resuelve” en amor: que toda su valía y su maravilla derivan del amor al que sirve de vehículo y al que ayuda a crecer.

La procreación es la consecuencia natural y al tiempo
gratuita del amor inter-sexuado

(cont.)

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Notas:
[1] Un tratamiento más amplio de la sexualidad humana puede encontrarse en MELENDO, Tomás: La belleza de la sexualidad. EIUNSA, Madrid: 2007. Y también en MELENDO, Tomás; MARTÍ, Gabriel: Felicidad y fecundidad en el matrimonio: metafísica del amor conyugal. Madrid: Ediciones internacionales universitarias, 2010.
[2] Los verbos no están escogidos al azar, sino que apuntan a una progresión, aunque ciertamente no exacta ni lineal.
[3] CAFFARRA, Carlo: Sexualidad a la luz de la antropología y de la Biblia. Madrid: Rialp, 1990, p. 37.
[4] CAFFARRA, Carlo: La sexualidad humana. Madrid: Encuentro, 1987, p. 52.
[5] Cf. SOLOVIEV, Vladimir: Smysl lubvi (1892-1894); tr. cast.: El significado del amor. Monte Carmelo, 2009, particularmente los capítulos I y II de la versión castellana.
[6] SOLOVIEV, Vladimir: Smysl lubvi, cit., tr. cast., pp. 33-35.
[7] SOLOVIEV, Vladimir: Smysl lubvi, cit., tr. cast., p. 49.
[8] BRANCATISANO, Marta: Approccio all’antropologia della differenza. Roma: Edizioni Università della Santa Croce, 2004, p. 26. La traducción es mía.
[9] BRANCATISANO, Marta: Fino alla mezzanotte di mai: Apologia del matrimonio. Milano: Leonardo International, 2004 [1ª ed., 1997], p. 112; tr. cast.: La gran aventura: Una apología del matrimonio. Barcelona: Grijalbo, 2000, p. 87.


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