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12/12/2018

Memória de D. Javier Echevarría




Faz hoje dois anos que faleceu D. Javier Echevarría.

Guardo a sua memória, os momentos de conversa, a carta que me escreveu!

Um Amigo!

Tem consigo a minha gratidão, o meu amor, a minha amizade.

Estou seguro que, no Céu, intercede por mim, como sempre.



(AMA, memória, 12.12.2018)

Deus resiste aos soberbos


Caminho certo de humildade é meditar como, mesmo carecendo de talento, de renome e de fortuna, podemos ser instrumentos eficazes, se recorremos ao Espírito Santo para que nos conceda os Seus dons. Os Apóstolos, apesar de terem sido instruídos por Jesus durante três anos, fugiram espavoridos diante dos inimigos de Cristo. Todavia, depois do Pentecostes, deixaram-se vergastar e encarcerar, e acabaram dando a vida em testemunho da sua fé. (Sulco, 283)

Jesus Cristo, Nosso Senhor, propõe-nos com muita frequência na sua pregação o exemplo da sua humildade: aprendei de mim que sou manso e humilde de coração, para que tu e eu aprendamos que não há outro caminho; que só o conhecimento sincero do nosso nada é capaz de atrair sobre nós a graça divina. Por nós, Jesus veio padecer fome e alimentar-nos, veio sentir sede e dar-nos de beber, veio vestir-se da nossa mortalidade e vestir-nos de imortalidade, veio pobre para nos tornar ricos.

Deus resiste aos soberbos, mas aos humildes dá a sua graça, ensina o Apóstolo S. Pedro. Em qualquer época, em qualquer situação humana, não existe – para viver vida divina – senão o caminho da humildade. Será que o Senhor se regozija com a nossa humilhação? Não. Que lucraria com o nosso abatimento Aquele que tudo criou, e mantém e governa tudo o que existe? Deus só deseja a nossa humildade, que nos esvaziemos de nós próprios para ele nos poder encher; pretende que não lhe levantemos obstáculos, a fim de que – falando ao modo humano – caiba mais graça sua no nosso pobre coração. Porque o Deus que nos inspira a ser humildes é o mesmo que transformará o nosso corpo de miséria, fazendo-o semelhante ao seu corpo glorioso, com aquele poder com que pode também sujeitar a si todas as coisas. Nosso Senhor faz-nos seus, endeusa-nos com um endeusamento bom. (Amigos de Deus, nn. 97–98)

Leitura espiritual


LA FE EXPLICADA 



CAPÍTULO X 


LAS VIRTUDES Y DONES DEL ESPIRITU SANTO



 ¿Qué es virtud? ¿Eres virtuoso? Si te hicieran esta pregunta, tu modestia te haría contestar: «No, no de un modo especial». Y, sin embargo, si estás bautizado y vives en estado de gracia santificante, posees las tres virtudes más altas: las virtudes divinas de fe, esperanza y caridad. Si cometieras un pecado mortal, perderías la caridad (o el amor de Dios), pero aún te quedarían la fe y la esperanza.

Pero antes de seguir adelante, quizás sería conveniente repasar el significado de «virtud». En religión la virtud se define como «el hábito o cualidad permanente del alma que da inclinación, facilidad y prontitud para conocer y obrar el bien y evitar el mal». Por ejemplo, si tienes el hábito de decir siempre la verdad, posees la virtud de la veracidad o sinceridad. Si tienes el hábito de ser rigurosamente honrado con los derechos de los demás, posees la virtud de la justicia.

Si adquirimos una virtud por nuestro propio esfuerzo, desarrollando conscientemente un hábito bueno, denominamos a esa virtud natural. Supón que decidimos desarrollar la virtud de la veracidad. Vigilaremos nuestras palabras, cuidando de no decir nada que altere la verdad. Al principio quizás nos cueste, especialmente cuando decir la verdad nos cause inconvenientes o nos avergüence. Un hábito (sea bueno o malo) se consolida por la repetición de actos. Poco a poco nos resulta más fácil decir la verdad, aunque sus consecuencias nos contraríen. Llega un momento en que decir la verdad es para nosotros como una segunda naturaleza, y para mentir tenemos que ir a contrapelo. Cuando sea así podremos decir en verdad que hemos adquirido la virtud de la veracidad. Y porque la hemos conseguido con nuestro propio esfuerzo, esa virtud se llama natural.

Dios, sin embargo, puede infundir en el alma una virtud directamente, sin esfuerzo por nuestra parte. Por su poder infinito puede conferir a un alma el poder y la inclinación de realizar ciertas acciones que son buenas sobrenaturalmente. Una virtud de este tipo -el hábito infundido en el alma directamente por Dios- se llama sobrenatural. Entre estas virtudes las más importantes son las tres que llamamos teologales: fe, esperanza y caridad. Y se llaman teologales (o divinas) porque atañen a Dios directamente: creemos en Dios, en Dios esperamos y a El amamos.

Esta tres virtudes, junto con la gracia santificante, se infunden en nuestra alma en el sacramento del Bautismo. Incluso un niño, si está bautizado, posee las tres virtudes, aunque no sea capaz de ejercerlas hasta que no llegue al uso de razón. Y, una vez recibidas, no se pierden fácilmente. La virtud de la caridad, la capacidad de amar a Dios con amor sobrenatural, se pierde sólo cuando deliberadamente nos separamos de El por el pecado mortal. Cuando se pierde la gracia santificante también se pierde la caridad.

Pero aun habiendo perdido la caridad, la fe y la esperanza permanecen. La virtud de la esperanza se pierde sólo por un pecado directo contra ella, por la desesperación de no confiar más en la bondad y misericordia divinas. Y, por supuesto, si perdemos la fe, la esperanza se pierde también, pues es evidente que no se puede confiar en Dios si no creemos en El. Y la fe a su vez se pierde por un pecado grave contra ella, cuando rehusamos creer lo que Dios ha revelado.

Además de las tres grandes virtudes que llamamos teologales o divinas, hay otras cuatro virtudes sobrenaturales que, junto con la gracia santificante, se infunden en el alma por el Bautismo. Como estas virtudes no miran directamente a Dios, sino más bien a las personas y cosas en relación con Dios, se llaman virtudes morales. Las cuatro virtudes morales sobrenaturales son: prudencia, justicia, fortaleza y templanza.

Poseen un nombre especial, pues se les llama virtudes cardinales. El adjetivo «cardinal» se deriva del sustantivo latino «cardo», que significa «gozne», y se les llama así por ser virtudes «gozne», es decir que sobre ellas dependen las demás virtudes morales. Si un hombre es realmente prudente, justo, fuerte y templado espiritualmente, podemos afirmar que posee también las otras virtudes morales. Podríamos decir que estas cuatro virtudes contienen la semilla de las demás. Por ejemplo, la virtud de la religión, que nos dispone a dar a Dios el culto debido, emana de la virtud de la justicia. Y de paso diremos que la virtud de la religión es la más alta de las virtudes morales.

Resulta interesante señalar dos diferencias notables entre virtud natural y sobrenatural.

Una virtud natural, porque se adquiere por la práctica frecuente y la autodisciplina habitual, nos hace más fáciles los actos de esa determinada virtud. Llegamos a un punto en que, por dar un ejemplo, nos resulta más placentero ser sinceros que insinceros. Por otra parte, una virtud sobrenatural, por ser directamente infundida y no adquirirse por la repetición de actos, no hace más fácil necesariamente la práctica de la virtud. No nos resulta difícil imaginar una persona que, poseyendo la virtud de la fe en grado eminente, tenga tentaciones de duda durante toda su vida.

Otra diferencia entre virtud natural y sobrenatural es la forma de crecer de cada una. Una virtud natural, como la paciencia adquirida, aumenta por la práctica repetida y perseverante. Una virtud sobrenatural, sin embargo, aumenta sólo por la acción de Dios, aumento que Dios concede en proporción a la bondad moral de nuestras acciones. En otras palabras, todo lo que acrecienta la gracia santificante, acrecienta también las virtudes infusas. Crecemos en virtud cuanto crecemos en gracia.

¿Qué queremos decir exactamente cuando afirmamos «creo en Dios», «espero en Dios», o «amo a Dios»? En nuestras conversaciones ordinarias es fácil utilizar estas expresiones con poca precisión; es bueno recordar de vez en cuando el sentido estricto y original de las palabras que utilizamos.

Comencemos por la fe. De las tres virtudes teologales infusas por el Bautismo, la fe es la fundamental. Es evidente que «podemos esperar en Dios, quien no puede engañarse ni engañarnos». Hay aquí dos frases clave: «creer firmemente» y «la autoridad del mismo Dios» que merecen ser examinadas.

Creer significa admitir algo como verdadero. Creemos cuando damos nuestro asentimiento definitiva e incuestionablemente. Ya vemos la poca precisión de nuestras expresiones cuando decimos: «Creo que va a llover», o «Creo que ha sido el día más agradable del verano». En ambos casos expresamos simplemente una opinión: suponemos que lloverá; tenemos la impresión de que hoy ha sido el día más agradable del verano. Este punto conviene tenerlo presente: una opinión no es una creencia. La fe implica certeza.

Pero no toda certeza es fe. No digo que creo algo cuando lo veo y comprendo claramente.

No creo que dos y dos son cuatro porque es algo evidente, puedo comprenderlo y probarlo satisfactoriamente. El tipo de conocimiento que se refiere a hechos que puedo percibir y demostrar es comprensión y no creencia.

Creencia -o fe- es la aceptación de algo como verdadero basándose en la autoridad de otro. Yo nunca he estado en China, pero muchas personas que han estado allí me aseguran que ese país existe. Porque confío en ellos, creo que China existe. Igualmente sé muy poco de física y absolutamente nada de fisión nuclear. Y, a pesar de que nunca he visto un átomo, creo en su fisión porque confío en la competencia de los que aseguran que puede hacerse y que se ha hecho.

Este tipo de conocimiento es el de la fe: afirmaciones que se aceptan por la autoridad de otros en quienes confiamos. Habiendo tantas cosas en la vida que no comprendemos, y tan poco tiempo libre para comprobarlas personalmente, es fácil ver que la mayor parte de nuestros conocimientos se basan en la fe. Si no tuviéramos confianza en nuestros semejantes, la vida se pararía. Si la persona que dice: «Si no lo veo, no lo creo» o «Si no lo entiendo, no lo creo», actuara de acuerdo con sus palabras, bien poco podría hacer en la vida.

A este tipo de fe -a nuestra aceptación de una verdad basados en la palabra de otro- se le denomina fe humana. El adjetivo «humana» la distingue de la fe que acepta una verdad por la autoridad de Dios. Cuando nuestra mente se adhiere a una verdad porque Dios nos la ha manifestado, nuestra fe se llama divina. Se ve claramente que la fe divina implica un conocimiento mucho más seguro que la fe meramente humana. No es corriente, pero sí posible que todas las autoridades humanas se engañen en una afirmación, como ocurrió, por ejemplo, con la universal enseñanza de que la tierra era plana. No es corriente, pero sí posible, que todas las autoridades humanas traten de engañar, pero esto ocurre, por ejemplo, con los dictadores comunistas que engañan al pueblo ruso. Pero Dios no puede engañarse ni engañar; El es la Sabiduría infinita y la Verdad infinita. Nunca puede haber ni la sombra de una duda en las verdades que Dios nos ha revelado, y, por ello, la verdadera fe es siempre una fe firme. Plantearse dudas sobre una verdad de fe es dudar de la sabiduría infinita de Dios o de su infinita veracidad. Especular: «¿Habrá tres Personas en Dios?» o «¿Estará Jesús realmente presente en la Eucaristía?», es cuestionar la credibilidad de Dios o negar su autoridad. En realidad es rechazar la fe divina.

Por la misma razón, la fe verdadera debe ser completa. Sería una estupidez pensar que podemos escoger y tomar las verdades que nos gustan de entre las que Dios ha revelado.

Decir «Yo creo en el cielo, pero no en el infierno», o «Creo en el Bautismo, pero no en la Confesión», es igual que decir «Dios puede equivocarse». La conclusión que lógicamente seguiría es: «¿Por qué creer a Dios en absoluto?».

Leo G. Terese

(Cont)

Evangelho e comentário


Tempo do Avento


Nossa Senhora e Guadalupe

Evangelho: Mt 11, 28-30

28 «Vinde a mim, todos os que estais cansados e oprimidos, que Eu hei-de aliviar-vos. 29 Tomai sobre vós o meu jugo e aprendei de mim, porque sou manso e humilde de coração e encontrareis descanso para o vosso espírito. 30 Pois o meu jugo é suave e o meu fardo é leve.»

Comentário:

Quantas vezes não comprovámos a realidade prática destas palavras de Cristo!

Sabemos muito bem recorrer a Ele quando os revezes da vida parecem esmagar-nos e não encontramos soluções.

Espanta-me sempre a atenção com que O Senhor escuta os meus pedidos de ajuda como se eu merecesse!

Depois penso que nunca merecerei e que apenas e exclusivamente se deve à Bondade do Senhor.

Sim, é verdade, sou pronto e rápido na petição, mas, e em agradecer?

(AMA, comentário sobre Mt 11, 28-30, 19.07.2018)




Temas para reflectir e meditar

Angústia



A angústia é uma provação de fé e, por isso, Deus permite-a para que a tua fé se aprofunde. 



(Tadeus Dajczer, Meditações sobre a Fé, Paulus, 4ª Ed., pg. 54)


Pequena agenda do cristão

Quarta-Feira



(Coisas muito simples, curtas, objectivas)






Propósito:

Simplicidade e modéstia.


Senhor, ajuda-me a ser simples, a despir-me da minha “importância”, a ser contido no meu comportamento e nos meus desejos, deixando-me de quimeras e sonhos de grandeza e proeminência.


Lembrar-me:
Do meu Anjo da Guarda.


Senhor, ajuda-me a lembrar-me do meu Anjo da Guarda, que eu não despreze companhia tão excelente. Ele está sempre a meu lado, vela por mim, alegra-se com as minhas alegrias e entristece-se com as minhas faltas.

Anjo da minha Guarda, perdoa-me a falta de correspondência ao teu interesse e protecção, a tua disponibilidade permanente. Perdoa-me ser tão mesquinho na retribuição de tantos favores recebidos.

Pequeno exame:

Cumpri o propósito que me propus ontem?