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LA FE EXPLICADA  


CAPÍTULO V




CREACION Y CAIDA DEL HOMBRE

Cuando era niño y oí hablar por primera vez de «la mancha del pecado original», mi mente infantil imaginaba ese pecado como un gran borrón negro en el alma. Había visto muchas manchas en manteles, ropa y cuadernos; manchas de café, moras o tinta, así que me resultaba fácil imaginar un feo manchón negro en una bonita alma blanca.

Al crecer, aprendí (como todos) que la palabra «mancha» aplicada al pecado original es una simple metáfora. Dejando aparte el hecho de que un espíritu no puede mancharse, comprendí que nuestra herencia del pecado original no es algo que esté «sobre» el alma o «dentro» de ella. Por el contrario, es la carencia de algo que debía estar allí, de la vida sobrenatural que llamamos gracia santificante.

En otras palabras, el pecado original no es una cosa, es la falta de algo, como la oscuridad es falta de luz.

No podemos poner un trozo de oscuridad en un frasco y meterlo en casa para verlo bien bajo la luz. La oscuridad no tiene entidad propia; es, simplemente, la ausencia de luz.

Cuando el sol sale, desaparece la oscuridad de la noche.

De modo parecido, cuando decimos que «nacemos en estado de pecado original» queremos decir que, al nacer, nuestra alma está espiritualmente a oscuras, es un alma inerte en lo que se refiere a la vida sobrenatural. Cuando somos bautizados, la luz del amor de Dios se vierte en ella a raudales, y nuestra alma se vuelve radiante y hermosa, vibrantemente viva con la vida sobrenatural que procede de nuestra unión con Dios y su inhabitación en nuestra alma, esa vida que llamamos gracia santificarte.

Aunque el bautismo nos devuelve el mayor de los dones que Dios dio a Adán, el don sobrenatural de la gracia santificante, no restaura los dones preternaturales, como es librarnos del sufrimiento y la muerte. Están perdidos para siempre en esta vida. Pero eso no debe inquietarnos. Más bien debemos alegrarnos al considerar que Dios nos devolvió el don que realmente importa, el gran don de la vida sobrenatural.

Si su justicia infinita no se equilibrara con su misericordia infinita, después del pecado de Adán Dios hubiera podido decir fácilmente: «Me lavo las manos del género humano.

Tuvisteis vuestra oportunidad. ¡Ahora, apañaos como podáis!».

Alguna vez me han hecho esta pregunta: «¿Por qué tengo yo que sufrir por lo que hizo Adán? Si yo no he cometido el pecado original, ¿por qué tengo que ser castigado por él?».

Basta un momento de reflexión, y la pregunta se responde sola. Ninguno hemos perdido algo a lo que tuviéramos derecho. Esos dones sobrenaturales y preternaturales que Dios confirió a Adán no son unas cualidades que nos fueran debidas por naturaleza. Eran dones muy por encima de lo que nos es propio, eran unos regalos de Dios que Adán podía habernos transmitido si hubiera hecho el acto de amor, pero en ellos no hay nada que podamos reclamar en derecho.

Si antes de nacer yo, un hombre rico hubiera ofrecido a mi padre un millón de dólares a cambio de un trabajillo, y mi padre hubiera rehusado la oferta, en verdad yo no podría culpar al millonario de mi pobreza. La culpa sería de mi padre, no del millonario.

Del mismo modo, si vengo a este mundo desposeído de los bienes que Adán podría haberme ganado tan fácilmente, no puedo culpar a Dios por el fallo de Adán. Al contrario, tengo que bendecir su misericordia infinita porque, a pesar de todo, restauró en mí el mayor de sus dones por los méritos de su Hijo Jesucristo.

De Adán para acá un solo ser humano (sin contar a Cristo) poseyó una naturaleza humana perfectamente reglada: la Santísima Virgen María. Al ser María destinada a ser la Madre del Hijo de Dios, y porque repugna que Dios tenga contacto, por indirecto que sea, con el pecado, fue preservada DESDE EL PRIMER INSTANTE DE SU EXISTENCIA de la oscuridad espiritual del pecado original.

Desde el primer momento de su concepción en el seno de Ana, María estuvo en unión con Dios, su alma se llenó de su amor: tuvo el estado de gracia santificante. Llamamos a este privilegio exclusivo de María, primer paso en nuestra redención, la Inmaculada Concepción de María.

Y después de Adán, ¿qué? Una vez, un hombre paseaba por una cantera abandonada. Distraído, se acercó demasiado al borde del pozo, y cayó de cabeza en el agua del fondo. Trató de salir, pero las paredes eran tan lisas y verticales que no podía encontrar donde apoyar mano o pie.

Era buen nadador, pero igual se habría ahogado por cansancio, si un transeúnte no le hubiera visto en apuros y le hubiera rescatado con una cuerda. Ya fuera, se sentó para vaciar de agua sus zapatos mientras filosofaba un poco: «Es sorprendente lo imposible que me era salir de allí y lo poco que me costó entrar».

La historieta ilustra bastante bien la desgraciada condición de la humanidad después de Adán. Sabemos que cuanto mayor es la dignidad de una persona, más seria es la injuria que contra ella se cometa. Si alguien arroja un tomate podrido a su vecino, seguramente no sufrirá más consecuencias que un ojo morado. Pero si se lo arroja al Presidente de los Estados Unidos, los del F. B. I. lo rodearían en un instante y ese hombre no iría a cenar a casa durante una larga temporada.

Está claro, pues, que la gravedad de una ofensa depende hasta cierto punto de la dignidad del ofendido. Al ser la dignidad de Dios -el Ser infinitamente perfecto- ilimitada, cualquier ofensa contra El tendrá malicia infinita, será un mal sin medida.

A causa de esto, el pecado de Adán dejó a la humanidad en una situación parecida a la del hombre en el pozo. Allí, en el fondo, estábamos, sin posibilidades de salir por nuestros propios medios. Todo lo que el hombre puede hacer, tiene un valor finito y mensurable. Si el mayor de los santos diera su vida en reparación por el pecado, el valor de su sacrificio seguiría siendo limitado.

También está claro que si todos los componentes del género humano, desde Adán hasta el último hombre sobre la tierra, ofrecieran su vida como pago de la deuda contraída con Dios por la humanidad, el pago sería insuficiente. Está fuera del alcance del hombre hacer algo de valor infinito.

Nuestro destino tras el pecado de Adán hubiera sido irremisible si nadie hubiera venido a lanzarnos una cuerda; Dios mismo tuvo que resolver el dilema. El dilema era que siendo sólo Dios infinito, sólo El era capaz del acto de reparación por la infinita malicia del pecado. Pero quien tratara de pagar por el pecado del hombre debía ser humano si realmente tenía que cargar con nuestros pecados, si de verdad iba a ser nuestro representante.

La solución de Dios nos es ya una vieja historia, sin resultar nunca una historia trillada o cansada. El hombre de fe nunca termina de asombrarse ante el infinito amor y la infinita misericordia que Dios nos ha mostrado, decretando desde toda la eternidad que su propio Hijo Divino viniera a este mundo asumiendo una naturaleza humana como la nuestra para pagar el precio por nuestros pecados.

El Redentor, al ser verdadero hombre como nosotros, podía representarnos y actuar realmente por nosotros. Al ser también verdadero Dios, la más insignificante de sus acciones tendría un valor infinito, suficiente para reparar todos los pecados cometidos o que se cometerán.

Al inicio mismo de la historia del hombre, cuando Dios expulsó a Adán y Eva del Jardín del Edén, dijo a Satanás: «Pondré enemistad entre ti y la mujer, entre tu descendencia y la suya; ella te aplastará la cabeza, y tú en vano te revolverás contra su calcañar».

Muchos siglos tuvieron que transcurrir hasta que la descendencia de María, Jesucristo, aplastara la cabeza de la serpiente. Pero el rayo de esperanza de la promesa, como una luz lejana en las tinieblas, brillaría constantemente.

Cuando pecó Adán y Cristo, el segundo Adán, reparó su pecado, no acabó la historia. La muerte de Cristo en la Cruz no implica que, en adelante, el hombre sería necesariamente bueno. La satisfacción de Cristo no arrebata la libertad de la voluntad humana. Si hemos de poder probar nuestro amor a Dios por la obediencia, tenemos que conservar la libertad de elección que esa obediencia requiere.

Además del pecado original, bajo cuya sombra todos nacemos, hemos de enfrentarnos con otra clase de pecado: el que nosotros mismos cometemos. Este pecado, que no heredamos de Adán, sino que es nuestro, se llama «actual». El pecado actual puede ser mortal o venial, según su grado de malicia.

Sabemos que hay grados de gravedad en la desobediencia. Un hijo que desobedece a sus padres en pequeñeces o comete con ellos indelicadezas, no es que carezca necesariamente de amor a ellos. Su amor puede ser menos perfecto, pero existe. Sin embargo, si este hijo les desobedeciera deliberadamente en asuntos de grave importancia, en cosas que les hirieran y apenaran gravemente, habría buenos motivos para concluir que no les ama. O, por lo menos, sacaríamos la conclusión de que se ama a sí mismo más que a ellos.

Lo mismo ocurre en nuestras relaciones con Dios. Si le desobedecemos en materias de menor importancia, esto no implica necesariamente que neguemos a Dios en nuestro amor. Tal acto de desobediencia en que la materia no es grave, es el pecado venial. Por ejemplo, si decimos una mentira que no daña a nadie: «¿Dónde estuviste anoche?». «En el cine», cuando en realidad me quedé en casa viendo la televisión, sería un pecado venial.

Incluso en materia grave mi pecado puede ser venial por ignorancia o falta de consentimiento pleno.

Por ejemplo, es pecado mortal mentir bajo juramento. Pero si yo pienso que el perjurio es pecado venial, y lo cometo, para mí sería pecado venial. O si jurara falsamente porque el interrogador me cogió por sorpresa y me sobresaltó (falta de reflexión suficiente), o porque el miedo a las consecuencias disminuyó mi libertad de elección (falta de consentimiento pleno), también sería pecado venial.

En todos estos casos podemos ver que falta la malicia de un rechazo de Dios consciente y deliberado. En ninguno resulta evidente la ausencia de amor a Dios.

Estos pecados se llaman «veniales» del latín «venia», que significa «perdón». Dios perdona prontamente los pecados veniales aun sin el sacramento de la Penitencia; un sincero acto de contrición y propósito de enmienda bastan para su perdón.

Pero esto no implica que el pecado venial sea de poca importancia. Cualquier pecado es, al menos, un fallo parcial en el amor, un acto de ingratitud hacia Dios, que tanto nos ama.

(cont)
Leo J. Trese

Tu és sal, alma de apóstolo


Tu és sal, alma de apóstolo. - "Bonum est sal" - o sal é bom, lê-se no Santo Evangelho; "si autem sal evanuerit" - mas se o sal se desvirtua... de nada serve, nem para a terra, nem para o esterco; deita-se fora como inútil. Tu és sal, alma de apóstolo. - Mas se te desvirtuas... (Caminho, 921)

Os católicos têm de andar pela vida como apóstolos: com luz de Deus, com sal de Deus. Sem medo, com naturalidade, mas com tal vida interior, com tal união com Nosso Senhor, que iluminem, que evitem a corrupção e as sombras, que repartam o fruto da serenidade e a eficácia da doutrina cristã. (Forja, 969)

Em momentos de desorientação geral, quando clamas ao Senhor pelas suas almas!, parece que não te ouve, que está surdo aos teus apelos. Inclusivamente chegas a pensar que o teu trabalho apostólico é vão.
- Não te preocupes! Continua a trabalhar com a mesma alegria, com a mesma vibração, com o mesmo afinco. Permite-me que insista: quando se trabalha por Deus, nada é infecundo! (Forja, 978)

Filho: todos os mares deste mundo são nossos, e lá onde a pesca é mais difícil é também mais necessária. (Forja, 979)

Com a tua doutrina de cristão, com a tua vida íntegra e com o teu trabalho bem feito, tens que dar bom exemplo, no exercício da tua profissão e no cumprimento dos deveres do teu cargo, aos que te rodeiam: os teus parentes, os teus amigos, os teus companheiros, os teus vizinhos, os teus alunos... - Não podes ser um embusteiro. (Forja, 980)

Evangelho e comentário


Tempo comum



Santo André - Apóstolo

Evangelho: Mt 4, 18-22

18 Caminhando ao longo do mar da Galileia, Jesus viu dois irmãos: Simão, chamado Pedro, e seu irmão André, que lançavam as redes ao mar, pois eram pescadores.19 Disse-lhes: «Vinde comigo e Eu farei de vós pescadores de homens.» 20 E eles deixaram as redes imediatamente e seguiram-no. 21 Um pouco mais adiante, viu outros dois irmãos: Tiago, filho de Zebedeu, e seu irmão João, os quais, com seu pai, Zebedeu, consertavam as redes, dentro do barco. Chamou-os, e 22 eles, deixando no mesmo instante o barco e o pai, seguiram-no.

Comentário:

Os Evangelhos dizem pouco sobre o Apóstolo Santo André cuja festa celebramos hoje.

Um Apóstolo sem relevo?

De modo nenhum! Cada um dos Doze está sentado a julgar uma das doze tribos de Israel. Foi o Senhor Quem o afirmou.
A fidelidade e obediência a Jesus são das principais características destes homens simples mas que mereceram o chamamento pessoal do próprio Salvador.
Faz alguma impressão estas escolhas de Jesus: homens modestos, com pouca cultura, sem qualquer relevo na sociedade de então.

Mas, como André, quase todos deram a vida pelo Mestre propagando o Reino de Deus tal como era o mandato de Cristo.

(AMA, comentário sobre Mt 4, 18-22, 30.11.2018)




Temas para reflectir e meditar


Formação humana e cristã – 122


Novíssimos

2

A primeira certeza – e talvez a única em termos concretos – é a nossa morte.
Desde que nascemos que sabemos que, um dia e num momento escolhido pelo nosso Criador, a nossa vida terrena chegará ao fim inexoravelmente.
Toda a nossa vida – longa ou breve – foi um caminhar para esse momento em que a nossa alma – chama da vida – abandonará o nosso corpo para ingressar no seu destino eterno para o qual foi criada.
Sim, a nossa alma continuará – para sempre – a viver pois foi assim que Deus quis e para tal nos criou.

 AMA, reflexões,

Pequena agenda do cristão

Sexta-Feira


(Coisas muito simples, curtas, objectivas)




Propósito:

Contenção; alguma privação; ser humilde.


Senhor: Ajuda-me a ser contido, a privar-me de algo por pouco que seja, a ser humilde. Sou formado por este barro duro e seco que é o meu carácter, mas não Te importes, Senhor, não Te importes com este barro que não vale nada. Parte-o, esfrangalha-o nas Tuas mãos amorosas e, estou certo, daí sairá algo que se possa - que Tu possas - aproveitar. Não dês importância à minha prosápia, à minha vaidade, ao meu desejo incontido de protagonismo e evidência. Não sei nada, não posso nada, não tenho nada, não valho nada, não sou absolutamente nada.

Lembrar-me:
Filiação divina.

Ser Teu filho Senhor! De tal modo desejo que esta realidade tome posse de mim, que me entrego totalmente nas Tuas mãos amorosas de Pai misericordioso, e embora não saiba bem para que me queres, para que queres como filho a alguém como eu, entrego-me confiante que me conheces profundamente, com todos os meus defeitos e pequenas virtudes e é assim, e não de outro modo, que me queres ao pé de Ti. Não me afastes, Senhor. Eu sei que Tu não me afastarás nunca. Peço-Te que não permitas que alguma vez, nem por breves instantes, seja eu a afastar-me de Ti.

Pequeno exame:

Cumpri o propósito que me propus ontem?





Leitura espiritual

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LA FE EXPLICADA 

CAPÍTULO V




CREACION Y CAIDA DEL HOMBRE

Y la búsqueda del «eslabón perdido» continúa. De vez en cuando se descubren unos huesos antiguos en cuevas y excavaciones. Por un rato hay gran excitación, pero luego se ve que aquellos huesos eran o claramente humanos o claramente de mono. Tenemos «el hombre de Pekín», «el hombre mono de Java», «el hombre de Foxhall» y una colección más. Pero estas criaturas, un poquito más que los monos y un poquito menos que el hombre, están aún por desenterrar.

Pero, al final, nuestro interés es relativo. En lo que concierne a la fe, no importa en absoluto. Dios pudo haber moldeado el cuerpo del hombre por medio de un proceso evolutivo, si así lo quiso. Pudo haber dirigido el desarrollo de una especie determinada de mono hasta que alcanzara el punto de perfección que quería. Dios entonces crearía almas espirituales para un macho y una hembra de esa especie, y tendríamos el primer hombre y la primera mujer, Adán y Eva. Sería igualmente cierto que Dios creó al hombre del barro de la tierra.

Lo que debemos creer y lo que el Génesis enseña sin calificaciones es que el género humano desciende de una pareja original, y que las almas de Adán y Eva (como cada una de las nuestras) fueron directa e inmediatamente creadas por Dios. El alma es espíritu; no puede «evolucionar» de la materia, como tampoco puede heredarse de nuestros padres.

Marido y mujer cooperan con Dios en la formación del cuerpo humano. Pero el alma espiritual que hace de ese cuerpo un ser humano ha de ser creada directamente por Dios, e infundida en el cuerpo embriónico en el seno materno.

(*) En castellano pueden consultarse sobre este tema: Luis ARNALBICH, El origen del mundo y del hombre según la Biblia, Ed. Rialp, Madrid 1972; XAVIER ZUBIRI, El origen del hombre, Ed. Revista de Occidente, Madrid 1964; REMY COLLIN, La evolución: hipótesis y problemas, Ed. Casal i Vall, Andorra 1962; NICOLÁS CORTE, Los orígenes del hombre, Ed. Casal i Vall, Andorra 1959; PmRo LEONAROI, Carlos Darwin y el evolucionismo, Ed. Fax, Madrid, 1961; CLAUDIO TRESMONTAN, Introducción al pensamiento de Teilhard de Chardin, Ed. Taurus, Madrid 1964.

La búsqueda del «eslabón perdido» continuará, y científicos católicos participarán en ella.

Saben que, como toda verdad viene de Dios, no puede haber conflicto entre un dato religioso y otro científico. Mientras tanto, los demás católicos seguiremos imperturbados.

Sea cuál fuere la forma que Dios eligió para hacer nuestro cuerpo, es el alma lo que importa más. Es el alma la que alza del suelo los ojos del animal -de su limitada búsqueda de alimento y sexo, de placer y evitación de dolor-. Es el alma la que alza nuestros ojos a las estrellas para que veamos la belleza, conozcamos la verdad y amemos el bien(*).

A algunas personas les gusta hablar de sus antepasados. Especialmente si en el árbol familiar aparece un noble, un gran estadista o algún personaje de algún modo famoso, les gusta presumir un poco.

Si quisiéramos, cada uno de nosotros se podría jactar de los antepasados de su árbol familiar, Adán y Eva. Al salir de las manos de Dios eran personas espléndidas. Dios no los hizo seres humanos corrientes, sometidos a las ordinarias leyes de la naturaleza, como las del inevitable decaimiento y la muerte final, una muerte a la que seguiría una mera felicidad natural, sin visión beatífica. Tampoco los hizo sujetos a las normales limitaciones de la naturaleza humana, como son la necesidad de adquirir sus conocimientos por estudio e investigación laboriosos, y la de mantener el control del espíritu sobre la carne por una esforzada vigilancia.

Con los dones que Dios confirió a Adán y Eva en el primer instante de su existencia, nuestros primeros padres eran inmensamente ricos. Primero, contaban con los dones que denominamos «preternaturales» para distinguirlos de los «sobrenaturales». Los dones preternaturales son aquellos que no pertenecen por derecho a la naturaleza humana, y, sin embargo, no está enteramente fuera de la capacidad de la naturaleza humana el recibirlos y poseerlos.

Por usar un ejemplo casero sobre un orden inferior de la creación, digamos que si a un caballo se le diera el poder de volar, esa habilidad sería un don preternatural. Volar no es propio de la naturaleza del caballo, pero hay otras criaturas capaces de hacerlo. La palabra «preternatural» significa, pues, «fuera o más allá del curso ordinario de la naturaleza».

(*) En su encíclica Humani Generis el Papa Pío XII nos indica la cautela necesaria en la investigación de estas materias científicas. «El Magisterio de la Iglesia -dice el Papa Pío XII- no prohíbe el que -según el estado actual de las ciencias y de la teología-, en las investigaciones y disputas, entre los hombres más competentes de entrambos campos sea objeto de estudio la doctrina del evolucionismo, en *canto busca el origen del cuerpo humano en una materia viva preexistente -pero la fe católica manda defender que las almas son creadas inmediatamente por Dios-. Pero todo ello ha de hacerse de modo que las razones de una y otra opinión -es decir, la defensora y la contraria al evolucionismo- sean examinadas y juzgadas seria, moderada y templadamente; y con tal que todos se muestren dispuestos a someterse al juicio de la Iglesia, a quien Cristo confirió el encargo de interpretar auténticamente las Sagradas Escrituras y defender los dogmas de la fe.» (Colección de Encíclicas y documentos pontificios, ed. A.C.E., volumen 1, 7 ed., Madrid 1967, pág. 1132).

Pero si a un caballo se le diera el poder de PENSAR y comprender verdades abstractas, eso no sería preternatural; sería, en cierto modo, SOBRENATURAL. Pensar no sólo está más allá de la naturaleza del caballo, sino absoluta y enteramente POR ENCIMA de su naturaleza. Este es exactamente el significado de la palabra «sobrenatural»: algo que está totalmente sobre la naturaleza de la criatura; no sólo de un caballo o un hombre, sino de cualquier criatura.

Quizá ese ejemplo nos ayude un poco a entender las dos clases de don que Dios concedió a Adán y Eva. Primero, tenían los dones preternaturales, entre los que se incluían una sabiduría de un orden inmensamente superior, un conocimiento natural de Dios y del mundo, claro y sin impedimentos, que de otro modo sólo podrían adquirir con una investigación y estudio penosos. Luego, contaban con una elevada fuerza de voluntad y el perfecto control de las pasiones y de los sentidos, que les proporcionaban perfecta tranquilidad interior y ausencia de conflictos personales. En el plano espiritual, estos dos dones preternaturales eran los más importantes con que estaban dotadas su mente y su voluntad.

En el plano físico, sus grandes dádivas fueron la ausencia de dolor y de muerte. Tal como Dios había creado a Adán y Eva, éstos habrían vivido en la tierra el tiempo asignado, libres de dolor y sufrimiento, que de otro modo eran inevitables a un cuerpo físico en un mundo físico. Cuando hubieran acabado sus años de vida temporal, habrían entrado en la vida eterna en cuerpo y alma, sin experimentar la tremenda separación de 'alma y cuerpo que llamamos muerte.

Pero un don mayor que los preternaturales era el sobrenatural que Dios confirió a Adán y Eva. Nada menos que la participación de su propia naturaleza divina. De una manera maravillosa que no podremos comprender del todo hasta que contemplemos a Dios en el cielo, permitió que su amor (que es el Espíritu Santo) fluyera y llenara las almas de Adán y Eva. Es, por supuesto, un ejemplo muy inadecuado, pero me gusta imaginar este flujo del amor de Dios al alma como el de la sangre en una transfusión. Así como el paciente se une a la sangre del donante por el flujo de ésta, las almas de Adán y Eva estaban unidas a Dios por el flujo de su amor.

La nueva clase de vida que, como resultado de su unión con Dios, poseían Adán y Eva es la vida sobrenatural que llamamos «gracia santificante». Más adelante la trataremos con más extensión, pues desempeña una función en nuestra vida espiritual de importancia absoluta.

Pero ya nos resulta fácil deducir que si Dios se dignó hacer partícipe a nuestra alma de su propia vida en esta tierra temporal, es porque quiere también que participe de su vida divina eternamente en el cielo.

Como consecuencia del don de la gracia santificante, Adán y Eva ya no estaban destinados a una felicidad meramente natural, o sea a una felicidad basada en el simple conocimiento natural de Dios, a quien seguirían sin ver. En cambio, con la gracia santificante, Adán y Eva podrían conocer a Dios tal como es, cara a cara, una vez terminaran su vida en la tierra. Y al verle cara a cara le amarían con un éxtasis de amor de tal intensidad que nunca el hombre hubiera podido aspirar a él por propia naturaleza.

Y ésta es la clase de antepasados que tú y yo hemos tenido. Así es como Dios había hecho a Adán y Eva.

¿Qué es el pecado original? Un buen padre no se contenta cumpliendo sólo los deberes esenciales hacia sus hijos. No le basta con alimentarles, vestirles y darles el mínimo de educación que la ley prescribe.

Un padre amante tratará además de darles todo lo que pueda contribuir a su bienestar y formación; les dará todo lo que sus posibilidades le permitan.

Así Dios. No se contentó simplemente con dar a su criatura, el hombre, los dones que le son propios por naturaleza. No le bastó dotarle con un cuerpo, por maravilloso que sea su diseño; y un alma, por prodigiosamente dotada que esté por su inteligencia y libre voluntad. Dios fue mucho más allá y dio a Adán y Eva los dones preternaturales que le libraban del sufrimiento y de la muerte, y el don sobrenatural de la gracia santificante. En el plan original de Dios, si así podemos llamarlo, estos dones hubieran pasado de Adán a sus descendientes, y tú y yo los podríamos estar gozando hoy.

Para confirmarlos y asegurarlos a su posteridad, sólo una cosa requirió de Adán: que, por un acto de libre elección, diera irrevocablemente su amor a Dios. Para este fin creó Dios a los hombres, para que con su amor le dieran gloria. Y, en un sentido, este amor a Dios era el sello que aseguraría su destino sobrenatural de unirse a Dios cara a cara en el cielo.

Pertenece a la naturaleza del amor auténtico la entrega completa de uno mismo al amado. En esta vida sólo hay un medio de probar el amor a Dios, que es hacer su voluntad, obedecerle. Por esta razón dio Dios a Adán y Eva un mandato, un único mandato: que no comieran del fruto de cierto árbol. Lo más probable es que no fuera distinto (excepto en sus efectos) de cualquier otro fruto de los que Adán y Eva podían coger. Pero debía haber un mandamiento para que pudiera haber un acto de obediencia; y debía haber un acto de obediencia para que pudiera haber una prueba de amor: la elección libre y deliberada de Dios en preferencia a uno mismo.

Sabemos lo que pasó. Adán y Eva fallaron la prueba. Cometieron el primer pecado, es decir, el pecado original. Y este pecado no fue simplemente una desobediencia. Su pecado fue -como el de los ángeles caídos- un pecado de soberbia. El tentador les susurró al oído que si comían de ese fruto, serían tan grandes como Dios, serían dioses.

Sí, sabemos que Adán y Eva pecaron. Pero convencernos de la enormidad de su pecado nos resulta más difícil. Hoy vemos ese pecado como algo que, teniendo en cuenta la ignorancia y debilidad humanas, resulta hasta cierto punto inevitable. El pecado es algo lamentable, sí, pero no sorprendente. Tendemos a olvidarnos de que, antes de la caída, no había ignorancia o debilidad. Adán y Eva pecaron con total claridad de mente y absoluto dominio de las pasiones por la razón. No había circunstancias eximentes. No hay excusa alguna. Adán y Eva se escogieron a sí mismos en lugar de Dios con los ojos bien abiertos, podríamos decir.

Y, al pecar, derribaron el templo de la creación sobre sus cabezas. En un instante perdieron todos los dones especiales que Dios les había concedido: la elevada sabiduría, el señorío perfecto de sí mismos, su exención de enfermedades y muerte y, sobre todo, el lazo de unión íntima con Dios que es la gracia santificante.

Quedaron reducidos al mínimo esencial que les pertenecía por su naturaleza humana.

Lo trágico es que no fue un pecado sólo de Adán. Al estar todos potencialmente presentes en nuestro padre común Adán, todos sufrimos el pecado. Por decreto divino, él era el embajador plenipotenciario del género humano entero. Lo que Adán hizo, todos lo hicimos. Tuvo la oportunidad de ponernos a nosotros, su familia, en un camino fácil.

Rehusó hacerlo, y todos sufrimos las consecuencias. Porque nuestra naturaleza humana perdió la gracia en su mismo origen, decimos que nacemos «en estado de pecado original».

(cont)
Leo J. Trese

Fazer da sua vida diária um testemunho de Fé


Muitas realidades materiais, técnicas, económicas, sociais, políticas, culturais..., abandonadas a si mesmas, ou nas mãos de quem carece da luz da nossa fé, convertem-se em obstáculos formidáveis à vida sobrenatural: formam como que um couto cerrado e hostil à Igreja. Tu, por seres cristão – investigador, literato, cientista, político, trabalhador... –, tens o dever de santificar essas realidades. Lembra-te de que o universo inteiro – escreve o Apóstolo – está a gemer como que em dores de parto, esperando a libertação dos filhos de Deus. (Sulco, 311)

Já falámos muito deste tema noutras ocasiões, mas permiti-me insistir de novo na naturalidade e na simplicidade da vida de S. José, que não se distinguia da dos seus vizinhos nem levantava barreiras desnecessárias.
Por isso, ainda que possa ser conveniente nalguns momentos ou em algumas situações, habitualmente não gosto de falar de operários católicos, de engenheiros católicos, de médicos católicos, etc., como se se tratasse de uma espécie dentro dum género, como se os católicos formassem um grupinho separado dos outros, dando assim a sensação de que existe um fosso entre os cristãos e o resto da humanidade. Respeito a opinião oposta, mas penso que é muito mais correcto falar de operários que são católicos, ou de católicos que são operários; de engenheiros que são católicos ou de católicos que são engenheiros. Porque o homem que tem fé e exerce uma profissão intelectual, técnica ou manual, está e sente-se unido aos outros, igual aos outros, com os mesmos direitos e obrigações, com o mesmo desejo de melhorar, com o mesmo empenho de se enfrentar com os problemas comuns e de lhes encontrar a solução.
O católico, assumindo tudo isto, saberá fazer da sua vida diária um testemunho de Fé, de Esperança e de Caridade; testemunho simples, normal, sem necessidade de manifestações aparatosas, pondo de manifesto – com a coerência da sua vida – a presença constante da Igreja no mundo, visto que todos os católicos são, eles mesmos, Igreja, pois são membros, com pleno direito, do único Povo de Deus. (Cristo que passa, 53)

Evangelho e comentário


Tempo comum



Evangelho: Lc 21, 20-28

20 «Mas, quando virdes Jerusalém sitiada por exércitos, ficai sabendo que a sua ruína está próxima. 21 Então, os que estiverem na Judeia fujam para os montes; os que estiverem dentro da cidade retirem-se; e os que estiverem no campo não voltem para a cidade, 22 pois esses dias serão de punição, a fim de se cumprir tudo quanto está escrito. 23 Ai das que estiverem grávidas e das que estiverem a amamentar naqueles dias, porque haverá uma terrível angústia no país e um castigo contra este povo. 24 Serão passados a fio de espada, serão levados cativos para todas as nações; e Jerusalém será calcada pelos gentios, até se completar o tempo dos pagãos.» 25 «Haverá sinais no Sol, na Lua e nas estrelas; e, na Terra, angústia entre os povos, aterrados com o bramido e a agitação do mar; 26 os homens morrerão de pavor, na expectativa do que vai acontecer ao universo, pois as forças celestes serão abaladas. 27 Então, hão-de ver o Filho do Homem vir numa nuvem com grande poder e glória. 28 Quando estas coisas começarem a acontecer, cobrai ânimo e levantai a cabeça, porque a vossa redenção está próxima.»

Comentário:

O Evangelho escrito por São Lucas continua a transcrever com grande riqueza de pormenores o “fim os tempos”.

Jesus Cristo não terá feito este discurso para “impressionar” ou atemorizar que O escuta mas apenas com o objectivo claro da necessidade de estar preparado para esses dias derradeiros.

E, pelas Suas palavras percebemos que não temos qualquer motivo para apreensão ou temor porque, Ele mesmo, nos dá um sinal claríssimo de quando e como acontecerá e o que devemos fazer:

«27 Então, hão-de ver o Filho do Homem vir numa nuvem com grande poder e glória. 28 Quando estas coisas começarem a acontecer, cobrai ânimo e levantai a cabeça, porque a vossa redenção está próxima.».

(AMA, comentário sobre Lv 21, 20-28, 02.10.2018)





Temas para reflectir e meditar

Formação humana e cristã – 121


Novíssimos

Estamos precisamente nos últimos dias do chamado Tempo Comum.

Dentro em pouco começará o Advento que é, eminentemente, o tempo destinado a preparar a vinda de Cristo à terra para cumprir uma extraordinária missão: A Salvação da humanidade.

Temos ainda oportunidade de pensar – meditar – sobre os chamados “Novíssimos” que mais não são que aquelas certezas – verdades de fé – que nós homens temos quanto ao futuro que nos espera.

Poderá – e seria muito conveniente que fosse – tempo de exame sério, profundo, sem preconceitos, escrúpulos ou considerações adrede.

AMA, reflexões, 

Pequena agenda do cristão

Quinta-Feira



(Coisas muito simples, curtas, objectivas)



Propósito:
Participar na Santa Missa.


Senhor, vendo-me tal como sou, nada, absolutamente, tenho esta percepção da grandeza que me está reservada dentro de momentos: Receber o Corpo, o Sangue, a Alma e a Divindade do Rei e Senhor do Universo.
O meu coração palpita de alegria, confiança e amor. Alegria por ser convidado, confiança em que saberei esforçar-me por merecer o convite e amor sem limites pela caridade que me fazes. Aqui me tens, tal como sou e não como gostaria e deveria ser.
Não sou digno, não sou digno, não sou digno! Sei porém, que a uma palavra Tua a minha dignidade de filho e irmão me dará o direito a receber-te tal como Tu mesmo quiseste que fosse. Aqui me tens, Senhor. Convidaste-me e eu vim.


Lembrar-me:
Comunhões espirituais.


Senhor, eu quisera receber-vos com aquela pureza, humildade e devoção com que Vos recebeu Vossa Santíssima Mãe, com o espírito e fervor dos Santos.

Pequeno exame:

Cumpri o propósito que me propus ontem?






28/11/2018

Pequena agenda do cristão

Quarta-Feira



(Coisas muito simples, curtas, objectivas)






Propósito:

Simplicidade e modéstia.


Senhor, ajuda-me a ser simples, a despir-me da minha “importância”, a ser contido no meu comportamento e nos meus desejos, deixando-me de quimeras e sonhos de grandeza e proeminência.


Lembrar-me:
Do meu Anjo da Guarda.


Senhor, ajuda-me a lembrar-me do meu Anjo da Guarda, que eu não despreze companhia tão excelente. Ele está sempre a meu lado, vela por mim, alegra-se com as minhas alegrias e entristece-se com as minhas faltas.

Anjo da minha Guarda, perdoa-me a falta de correspondência ao teu interesse e protecção, a tua disponibilidade permanente. Perdoa-me ser tão mesquinho na retribuição de tantos favores recebidos.

Pequeno exame:

Cumpri o propósito que me propus ontem?